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Esta es una pregunta fundamental que me visita recientemente cuando he decidido hacer más explícito mi deseo de disfrutar de la vida intensamente. Y esa intensidad está hecha de una buena dosis de conciencia intencional del presente, de lo que sucede aquí y ahora frente a mis ojos y en mi piel. Tal vez uno de los regalos más preciados de mi práctica meditativa es la capacidad para presenciar con mayor curiosidad lo que sucede en el instante presente, no antes ni después. Esa capacidad sutil que hemos desaprendido a la fuerza, y que nos permite conectar con mayor amplitud y riqueza con lo que experimentamos en el momento que sucede. Y es que estas palabras me abrazan en una terraza de la ciudad amurallada en Cartagena, en donde de repente el cielo se viste de rosa para despedir el sol y una algarabía de juegos pirotécnicos se apoderan de la noche que llega para celebrar el cumpleaños de la ciudad.
No puedo más que agradecer a la vida por momentos inesperados como este que me recuerdan lo maravillosa que es la existencia. Mi deseo de disfrutar de la vida está también sustentado en la lista de pendientes que siempre guardamos para después, aplazamos para el momento en el que algo suceda. Todos tenemos esa lista en algún lugar del corazón o la memoria porque hace parte de un inventario que nos acercará supuestamente a la felicidad algo inalcanzable en algún momento de nuestra vida. Entonces con frecuencia revisitamos con nostalgia y anhelo el listado de lugares por visitar, cosas por hacer, amigos por llamar, palabras por decir, prendas por vestir y hasta sabores por probar.
Y es que disfrutar la vida es en definitiva un arte, pero no es exclusivo de artistas. Es un arte de manifestar y sentir, de explorar la realidad con curiosidad y de conectar con lo verdaderamente trascendente. De vivir presentes para deleitarnos con las cosas que tenemos a nuestro alrededor y que por la rutina obviamos. Pero entre los tantos males que nos agobian hoy en día existe precisamente está el vacío existencial y la apatía. Nada parece llenarnos y sorprendernos mucho menos. No nos comemos el cuento de la vida y de su maravillosa esencia porque nos agobian síntomas como el miedo, el remordimiento, la desconexión y las creencias limitantes. Y también experimentamos una constante tensión entre el pasado y el futuro. La nostalgia de lo que fue y la ansiedad de lo que será.
Seguramente al leer esto ya usted se ha identificado con alguna de estas señales porque hacen parte silenciosa de nuestra existencia. Nos acompañan para hablarnos en el momento en el que queremos disfrutar de algo que sucede ante nuestros ojos, para detener nuestro impulso a deleitarnos y a gozar con lo simple y lo que tenemos a la mano: una puesta de sol, la sonrisa de alguien que amamos, el almuerzo delicioso, una palabra bonita como dedicatoria, un cielo azul o lluvioso, el primer café de la mañana. Tantas cosas que pueden nutrir nuestra alma de forma gratuita y desprevenida. Las verdaderas fuentes de felicidad están al alcance nuestro, pero hemos perdido la capacidad para ser verlas. Vivimos en una magnitud de frecuencia tediosa y que es gris y sin matices porque así nos hemos acostumbrado a caminar por la vida. Entonces nos decimos la mayor mentira de todos los tiempos: seré feliz cuando… Y esta declaración se supedita a un listado de cosas que usualmente están fuera de nuestro alcance y control y que deben suceder antes de que decidamos despertar ante la vida. Conseguir el empleo, graduar a los hijos, remodelar la casa, hacer el viaje, retirarse. Listas interminables de cosas que podrían o no ocurrir en el futuro. Y mientras tanto pasan cientos de atardeceres, personas, sabores, momentos, olores y oportunidades frente a nuestros ojos que ignoramos con una arrogancia desprevenida.
El budismo, tiene mucho que enseñarnos en este sentido pues esta filosofía entiende la felicidad como un estado mental y emocional que surge de la paz interior y la satisfacción, en lugar de depender de factores externos. Más que ser un tema que dependa de una religión o creencia particular está en nuestra capacidad espiritual de cultivar la presencia como seres humanos y a través de la observación atenta de la realidad, desarrollar un sentimiento profundo de conexión y gratitud.
Ahora les pregunto: ¿qué les impide disfrutar de la vida? Si a la final somos causa y consecuencia de nuestros pensamientos y emociones, podemos intencionalmente dar un giro y volvernos ejecutores de nuestra lista de deseos estancados: hacer el viaje, dar el abrazo, atrevernos a intentar, celebrarnos a solas o en compañía, amarnos y consentirnos, darnos gusto. Yo elijo celebrar hoy este atardecer mágico en Cartagena, sin remordimientos y con una buena copa de Prosseco a solas. Y también celebro a cada uno de mis lectores que han leído esta columna.
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