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Analistas 20/10/2023

Regionalismo y progreso

Michel Janna
Presidente del Autorregulador del Mercado de Valores - AMV

Hace pocos días el director del Departamento Nacional de Planeación (DNP) analizó acertadamente una de las complejidades que caracteriza la política de inversión pública en Colombia: la ardua competencia entre los departamentos por una porción más grande del presupuesto. Una disputa que, en lugar de centrarse en criterios estratégicos nacionales, se desvía hacia intereses particulares y territoriales. El hecho de que la discusión presupuestal en el Congreso se torne en un afán de las bancadas regionales de financiar sólo los proyectos de su región, eclipsa el poder transformador de estas inversiones.

Por otro lado, y con un par de días de diferencia, el Consejo de Competitividad publicó su Índice anual de Competitividad de Ciudades, un ejercicio encomiable con algunas oportunidades de mejora. Para los mandatarios locales, este índice normalmente se ha convertido en un tablero de concurso en el que esperan que su ciudad “gane” a las demás, y no en una reflexión sobre el verdadero significado de la clasificación.

La competencia entre regiones o ciudades, aunque podría tener beneficios al fomentar la innovación, en nuestro contexto ha demostrado ser más un freno que un estímulo. La visión a corto plazo y las aspiraciones locales han entorpecido la posibilidad de construir infraestructura y proyectos de gran envergadura.

Tomemos el caso de las ciudades de Armenia, Pereira y Manizales que están separadas, en ese orden, por 46 y 54 kilómetros de dobles calzadas. A pesar de su cercanía, las tres aspiran a tener su propio aeropuerto internacional. En el pasado, varios gobiernos nacionales acolitaron ese juego, y entregaron importantes recursos fragmentados, cuando la lógica apuntaría a invertir y mantener un único aeropuerto de gran envergadura, centralizado probablemente en Risaralda o incluso en el norte del Valle del Cauca.

De igual manera, Cartagena y Barranquilla cuentan ambas con terminales aéreas deficientes que no hacen justicia con la importancia de ambas ciudades. A estos se les hacen inversiones subóptimas cada cierto tiempo, cuando un mejor uso de los recursos implicaría la construcción de un gran aeropuerto nuevo y moderno en medio de ambas urbes.

No podemos ignorar tampoco la competencia entre el Valle del Cauca por un lado, y Antioquia y Chocó por el otro, en su objetivo de mejorar su acceso al Pacífico. La intención de unos de construir un nuevo puerto en el golfo de Tribugá ha chocado con el deseo de los otros de potenciar y modernizar la infraestructura existente en Buenaventura. En este caso, es la inacción la que ha predominado, y seguimos sin una verdadera infraestructura portuaria de escala mundial.

En ese mismo sentido, la multiplicidad de zonas francas regadas por varios departamentos del país, aunque con matices, también es un reflejo de proyectos de poco tamaño y escasa eficiencia. Esto es fruto de la competencia política por recibir beneficios tributarios en su departamento, sin mayores consideraciones de planificación nacional.

Es evidente entonces que nuestro país eligió el camino de las pequeñas infraestructuras fragmentadas en lugar de grandes proyectos unificadores. Esta mentalidad regionalista, es una prueba clara de que, a veces, somos nuestros propios obstáculos en el camino hacia la eficiencia.

Para que la falta de escala de nuestra infraestructura deje de ser una barrera al progreso nacional, es clave fortalecer el proceso de priorización de la inversión pública. Para eso, el primer paso es que el DNP identifique con buen criterio los proyectos con verdadero impacto nacional. Pero más importante aún es que el Congreso de la República, y especialmente el Senado que tiene circunscripción nacional, sea más riguroso en las futuras asignaciones de los proyectos a financiar.

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