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Lo que el Gobierno intenta hacer, al convocar vía decreto la consulta popular, es una peligrosa desviación del camino institucional. No se trata de una diferencia de interpretaciones jurídicas: estamos frente a un intento deliberado de desconocer las decisiones de otra rama del poder público para imponer, a cualquier precio, una agenda política.
No se puede relativizar el papel del Congreso. La ley es clara, la consulta necesita un concepto previo y favorable del Senado. Sin embargo, el Gobierno pretende ahora redefinir ese resultado con un argumento artificioso: que la proposición no fue leída en voz alta y, por tanto, no se votó formalmente. Es un giro retorcido de la ley, hecho a la medida de una narrativa que no tolera el disenso ni admite el límite que impone la legalidad.
Es que en su momento el propio Gobierno entendió que esa consulta se hundió, tanto así, que radicó una nueva versión con más preguntas -la llamada “Consulta 2.0”-, lo que es prueba suficiente de que reconocieron la negativa del Congreso. Entonces, ¿por qué volver sobre una propuesta que ellos mismos consideraron cerrada? ¿Quizá, lo que hay detrás no es el interés legítimo de someter asuntos fundamentales a la ciudadanía, sino una estrategia política para sostener una confrontación constante con las instituciones?
La consulta por decreto es un atajo indebido. Es una forma de decirle al país que, cuando las instituciones no acompañan al Ejecutivo, hay que desautorizar sus decisiones y buscar la manera de neutralizarlas.
Y ojo, el presidente Petro no está llamado a imponer su visión del país por encima de las demás. Está llamado a liderar con respeto por las reglas del juego, incluso cuando no le son favorables. La legitimidad del poder se construye respetando los canales democráticos, no forzándolos. Colombia necesita gobernantes que entiendan que el desacuerdo no es un obstáculo, sino una expresión saludable en la política.
Lo más grave es que este esfuerzo por imponer la consulta se da mientras el Congreso, con consensos mayoritarios, ha avanzado en una reforma laboral que recoge reivindicaciones históricas de los trabajadores. En lugar de sumarse a esa discusión y enriquecerla, el Gobierno opta por descalificarla, despreciando el trabajo legislativo y redoblando su apuesta por una consulta que ni es prioritaria ni tiene sustento fiscal.
Porque sí, hablar de una consulta popular en este momento también es hablar de irresponsabilidad financiera ¿De dónde saldrá el dinero para ese ejercicio electoral? ¿Por qué se insiste en gastar recursos públicos cuando no hay fondos suficientes para educación, salud, subsidios de vivienda o la formalización de madres comunitarias? El país tiene urgencias reales que no pueden postergarse por ambiciones políticas.
Convocar una consulta por decreto no es gobernar: es desinstitucionalizar. Y en una democracia, desinstitucionalizar es perder el rumbo. Es hora de cerrar filas en defensa del orden jurídico, de exigir que se respeten los pesos y contrapesos. De recordar que el poder no es absoluto y que el Presidente, por mandato constitucional, debe ser el primer garante del orden democrático. Colombia necesita más consensos, no más polarización. Más liderazgo sereno, no más confrontación innecesaria.
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