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Analistas 30/09/2020

25 milagros y un final...

Maritza Aristizábal Quintero
Editora Estado y Sociedad Noticias RCN

Desde hace una semana les estoy contando una historia. La de 25 sobrevivientes. 25 entre mamá, papá, hermana, abuelos, tíos y primos, todos contagiados de covid-19. Yo me había quedado allí, en la puerta de urgencias de la clínica Santafe, el día en que todos mis miedos se hicieron realidad.

Estaba esperando la ambulancia que llegaba con mi mamá. No se imaginan lo que es tratar de verla, para decirle algo con la terrible angustia de que esa podría ser la última vez. Y entonces empezaron días difíciles. La tragedia que todos los días contaba en el noticiero, tocó mi puerta. Y no tenía ni una pizca de esperanza para aferrarme.

Pero, ¿cómo se contagiaron? Yo me había aislado desde hacía varios meses creyendo que era lo responsable, y créanme hoy sé que aislarse de quien amas no es responsable, de hecho, una tragedia en las últimas horas me lo enrostra de nuevo, por eso mismo esta historia ya no tiene el final que esperaban.

Así pasaron las cosas: gran parte de mi familia vive en un mismo edifico, incluidos mis abuelitos, a ellos nunca los dejaron solos, siempre había un hijo visitándolos. Sin embargo, en medio de una burbuja de confianza, dejaron de usar el tapabocas. El virus, que es astuto, se aprovechó de su descuido y todos resultaron contagiados.

Mi mamá estuvo en cuidados críticos dos semanas, sus fuerzas le alcanzaban para contestar eventualmente una llamada corta para no fatigarse. Mis abuelos, que tenían los síntomas controlados, ahora estaban entrando en una depresión porque nadie los visitaba.

Decidí callar, solo tres personas incluido mi esposo supieron lo que estaba viviendo. Les dije que si en algún momento yo misma tenía que entrar en cuarentena y contagiarme para cuidar a mis papás necesitaba que me entendieran. Parecía una locura, pero yo era lo único que les quedaba. Si era de Dios que alguno se fuera, yo lo habría dejado todo en el intento por salvarlos.

Milagrosamente un día mi mamá empieza a mejorar, a mis abuelos les repiten la prueba y sale negativa, y así poco a poco todos empiezan a recuperarse. Hasta acá esta historia sería perfecta, pero en la vida estamos, mi familia es una guerrera de mil batallas, pero no es inmortal. Aunque les había prometido un final feliz, hace minutos todo cambió.

A la 1:30 de la mañana (esta columna la terminó de escribir entre el desvelo y la incertidumbre de la madrugada del martes) murió mi abuelito, Octavio Aristizábal. Él, que logró superar el covid, con hipertensión, cáncer y una falla coronaria, vivió lo suficiente para demostrar lo fuerte que era, pero un infarto en esta noche para olvidar se lo acaba de llevar.

Alcancé a verlo y a visitarlo varias veces después de su recuperación del covid. Menos mal decidí no seguir esa norma de aislarse de la familia, menos mal nadie en mi familia siguió esa regla absurda sino no tendrían tan fresca la vitalidad y alegría de mi abuelito. La familia es lo que siempre hemos tenido y siempre tendremos, pedir que nos alejemos de ella es una insensatez.

Estas últimas líneas te las reservo a ti, a “Don Octavio”, un campesino de Granada Antioquia, que un día llegó a conquistar Bogotá y lo logró, en todas partes dejó un amigo, una historia y un ejemplo. Somos más de 60 los herederos de su amor entre hijos nietos y bisnietos. Paz en tu tumba abuelito de mi corazón.

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