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La “dignidad” se ha convertido en una de las palabras favoritas de muchos gobiernos cuando hablan de política exterior. ¿Quién podría estar en contra de defender la dignidad de un país? El problema es que la invocan algunos con beneficio político y, usada sin cuidado, esa palabra termina siendo una cortina de humo para justificar sacrificios que pagan los ciudadanos, no los dirigentes.
La dignidad, en sentido profundo, significa valorar a cada ser humano por su condición de persona, no como medio sino como fin, por eso cuando un líder invoca la dignidad nacional para justificar sus decisiones y para enmascarar sus ideologías, supera el interés de todos, sobrepone sus conveniencias personales sin ponderar los verdaderos intereses colectivos y deja de considerar que, en cuestiones de Estado, romper alianzas, rechazar acuerdos que traerían inversión, empleo o tecnología y crear tensiones lo que llama “dignidad” deja de ser un principio moral y se vuelve coartada política.
“No me arrodillo ni me dejo presionar”, “no nos vamos a subordinar” y otras frases de falso orgullo pueden calar en la opinión en tiempos electorales y ayudan a la popularidad -sobre todo en tiempos de baja popularidad-, pero en la práctica se traducen en pobreza y peligrosos saltos al vacío. En nombre de la dignidad se silencian críticas, se persigue la discrepancia y se exige a la población que acepte privaciones que quienes mandan rara vez comparten.
Las relaciones internacionales no pueden basarse en conceptos manipulados y ambiguos. Deben partir de la regla sencilla de lo que defendemos hacia afuera tiene que verse reflejado hacia adentro. Un gobierno que habla de dignidad nacional y a la vez tolera la pobreza extrema, la corrupción o la falta de oportunidades, carece de autoridad moral para reclamar respeto en el escenario internacional. La dignidad sin políticas internas de bienestar termina siendo politiquería.
Eso exige abandonar la falsa dicotomía entre dignidad y pragmatismo. Un país puede defender sus principios y, al mismo tiempo, negociar acuerdos que le convengan, puede denunciar abusos sin romper todos los puentes. El pragmatismo es una herramienta inteligente que contribuye adaptarse por el bien común, no es humillación cuando está guiado por el interés público y por instituciones que rinden cuentas.
La clave está en entender que la mejor defensa de la dignidad de un país es el bienestar concreto de su gente. Eso implica buscar equilibrios pragmáticos entre distintos actores del sistema internacional para satisfacer necesidades reales como energía, empleo, infraestructura, seguridad, educación. No se trata de someterse, sino de negociar con firmeza, sabiendo que el objetivo último no es la pose altisonante, sino la vida cotidiana de millones de personas.
La historia está llena de líderes que han usado el poder con la mentirosa promesa de beneficiar a la mayoría, una lógica utilitaria e inconveniente en política interna y aún más en política exterior. Ningún gobierno debe tener licencia para condenar a parte de su población al atraso, al aislamiento o a la pobreza solo para sostener un cuestionable relato de orgullo patrio.
La verdadera dignidad nacional no necesita discursos, se mide en la calidad de vida, en la libertad para disentir, en la capacidad de un país de relacionarse con el mundo sin miedo ni complejos.
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