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Ya para la mayoría de los colombianos debe ser obvio que a Gustavo Petro le quedó grande manejar el país. Nunca ha sido fácil ser el Presidente de Colombia. La historia de violencia, las desigualdades de toda índole, la pobreza, el aislamiento regional siempre han sido retos difíciles de enfrentar.
En el pasado, un número muy importante de señores -porque sí, han sido hasta ahora todos señores- han hecho su mejor esfuerzo en gobernar de la mejor manera posible.
Algunos con más éxito que otros, algunos con más capacidades que otros, pero todos intentando construir sobre lo construido por sus predecesores, con una idea de progreso incremental que es evidente por lo menos durante la última centuria.
Todos los mandatarios han tenido fallas y aciertos. Algunos han sido mezquinos, otros arrogantes y coléricos, unos cuantos mediocres y no han faltado los ingenuos. Pero ninguno ha logrado conjugar tal cantidad de defectos personales y profesionales como el actual mandatario.
La condescendencia con la cual se ha tolerado su errático comportamiento personal, argumentando que se trataba de temas de la vida íntima como si esta no fuera importante para un jefe de Estado, resultó muy perjudicial.
Los problemas de abuso de sustancias y su inestabilidad emocional hacen que las decisiones que tome estén tiznadas por la irracionalidad. Un Presidente de la República que no es capaz de controlar sus propios demonios, los desata sobre todos sus conciudadanos.
Parte de esto explica otro rasgo de su personalidad: su inmenso odio y resentimiento, una pulsión de muerte, como dirían los freudianos, que nos ha regresado a las épocas más oscuras de la historia nacional. Su pensamiento anclado en las ideologías de los años setenta no le permite ver los avances innegables de la sociedad colombiana en las últimas décadas. Para Petro la historia es circular, se repite una y otra vez, salvo que una revolución, liderada por él, por supuesto, rompa del ciclo de los cien años de soledad.
Desde ese punto de vista la destrucción sistemática que ha planteado de las instituciones tiene todo el sentido: construirá sobre las ruinas su utopía soñada.
Ahora que las consecuencias de esta disfuncionalidad son evidentes, el instinto presidencial no es recular sino doblar la apuesta. Todo o nada.
La declaratoria de guerra a muerte a sus opositores -de quienes, dijo, deben ser “borrados”- ya se tradujo en un magnicidio. Insistirá en una consulta popular innecesaria e inconstitucional que desgarrará la fibra política del país.
Sus ministros prevaricadores acabarán dando explicaciones insuficientes ante las altas cortes, la estabilidad fiscal del país quedará destruida en el afán por financiar un peculado electoral y la paz y seguridad que se había logrado será subsumida por una violencia brutal provocada por la permisividad de una política de diálogo fallida.
Sí, a Gustavo Petro le quedó grande el cargo. Su minúscula estatura moral y política ha hecho de la Presidencia de la República un gran estercolero.
Al final, según dicen, eso hasta será de gusto, pero el resto de los colombianos no tenemos por qué sumirnos en la inmundicia con él.
El cortoplacismo domina la “lógica” de los funcionarios de elección popular (no solo congresistas, sino jueces y en ocasiones los mismos funcionarios del Ejecutivo)
¿Colombia cuándo tomará esa decisión de aprovechar la riqueza natural mineral? ¿Podrá el sector minero servir de base para alcanzar niveles de equidad en nuestros territorios?
El atentado contra un líder opositor, que ha ejercido su liderazgo debería sacudirnos a todos. Es momento de hacer un alto. De dejar atrás la inercia de los discursos incendiarios