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La Organización de las Naciones Unidas, ONU, declaró oficialmente la hambruna en Gaza un par de semanas atrás, siendo la primera vez que una declaración de este tipo se hace por fuera del continente africano. Se tardó lo suficiente para darle más argumentos a quienes insisten en la crisis irreversible del multilateralismo, más aún, de la organización. La excesiva rigurosidad con la que se ha tratado el tema al interior de la ONU coincide con su gravedad. La Franja de Gaza es hoy cuna del hambre y la miseria. No obstante, no es solo allí que el hambre, la desnutrición y la malnutrición afectan a la humanidad. A pesar de no haberse publicado el índice global del hambre este año, se prevé que habrá situaciones agravadas en todos los continentes. En ello hay una alta incidencia de la guerra y los conflictos armados.
En tal dirección, sigue siendo un enorme desafío para los gobiernos del mundo y las sociedades en general atacar de raíz un problema que lleva al lastre a grupos poblacionales enteros, condenándolos a una vida sin proyección ni oportunidades. La adecuada nutrición y sana alimentación son un punto de partida innegociable en el desarrollo del individuo. De ahí la relevancia de este tema desde lo más local de la administración pública hasta el ámbito macro del multilateralismo.
Técnicamente, la subalimentación infantil representa un factor crítico que compromete el desarrollo cognitivo en etapas decisivas de la vida. Diversos estudios en neurociencia y salud pública han demostrado que la insuficiencia de nutrientes esenciales limita la mielinización neuronal y la plasticidad sináptica, procesos indispensables para la adquisición de habilidades cognitivas básicas y superiores.
Este déficit no solo repercute en el rendimiento escolar a través de problemas de atención, memoria y concentración, sino que también genera un rezago acumulativo que reduce las posibilidades de movilidad social y de inserción productiva en la adultez. De este modo, el hambre en la infancia no constituye únicamente un problema de bienestar inmediato, sino un obstáculo estructural para el desarrollo humano y el capital social de las naciones.
En América Latina, esta problemática adquiere una dimensión aún más compleja debido a la persistente desigualdad estructural. Aunque la región produce alimentos suficientes para abastecer a su población (igual que sucede a escala planetaria), el acceso desigual impide que millones de niños accedan a dietas saludables. En los primeros años posteriores a la pandemia, uno de cada diez niños menores de cinco años vivía con desnutrición crónica, y 11,5% presentaba retraso en el crecimiento, cifra significativamente alta, aunque por debajo del promedio global.
Algo alentador es que, a nivel regional, desde 2023 la inseguridad alimentaria comenzó a reducirse, pasando a situarse por primera vez debajo del promedio mundial (28,2% frente a 28,9%), liberando del hambre a cerca de 20 millones de personas. No obstante, persisten disparidades críticas: el Caribe enfrenta una inseguridad alimentaria de 58,8%, más del doble del promedio regional.
La desnutrición y malnutrición se intensifican en contextos rurales, indígenas y zonas afectadas por eventos climáticos extremos, profundizando el círculo de desigualdad y comprometiendo el bienestar y el desarrollo cognitivo de las generaciones futuras. En el mundo, a pesar de contar con suficiente producción para la alimentación de sus habitantes, no hemos podido ser sostenibles en la materia. Seguimos en deuda con el ODS 2.
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