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Gustavo Petro, el presidente de Colombia, había previsto un par de años atrás, trabajar para que la profesionalización del servicio exterior y el aparato diplomático del Estado fuese, por fin, una realidad. Así, era de esperarse que durante su administración el ejercicio diplomático se caracterizara por su profesionalismo y acierto en lo que concierne a sus relaciones con los demás gobiernos y sus respectivas instituciones estatales. Hoy se ha constatado que su manera de hacer política, igual a la de los demás partidos y políticos tradicionales, aunque agravada por su incapacidad para gestionar y ejercer la diplomacia, tiene al país sumido en una profunda incertidumbre.
Transcurridos más de 29 meses en el cargo, el presidente colombiano ha hecho todo lo posible para contrariar sus promesas en materia diplomática y ello explica, en gran medida, la reciente crisis experimentada con el difícil Gobierno estadounidense. Habiendo llegado al extremo de posesionar en el cargo de Ministra de Relaciones Exteriores a una persona sin experiencia previa en la materia, puede entenderse ello como una muestra del valor que otorga al ejercicio diplomático. Dejando atrás dicho nombramiento, esta reflexión surge al analizar las acciones y pronunciamientos del mandatario colombiano en relación con la diplomacia.
Al parecer, y esto lo ha demostrado en cada mensaje injerencista y desatinado que publica desde su entretenimiento en la red social X, no hay preocupación de su parte en truncar el diálogo de Colombia con los demás representantes de los Estados parte del sistema. Irresponsablemente, desatiende su dignidad como jefe de Estado omitiendo que una diplomacia fallida fácilmente conduce a consecuencias político-económicas que, en última instancia, terminarán afectando a la población que, supuestamente, él mismo defiende.
En materia política, al actuar basado en caprichos de corte unilateral, fácilmente se labra el camino hacia el ostracismo global, pérdida de credibilidad, evidentes conflictos diplomáticos innecesarios y el desprestigio latente de la política exterior. Quizá más grave que lo anterior es lo económico. Al volverse un actor molesto e inconveniente al sistema internacional de Estados, el camino queda garantizado para perder acceso a mercados globales, a partir de las eventuales sanciones o restricciones comerciales, y a la irreversible reducción de los flujos de inversionistas foráneos (asunto que ya es una realidad en Colombia) que, sumado al impacto negativo en el ejercicio de la cooperación internacional, se convierte en el peor de los escenarios para la actividad económica.
Además de lo anterior, ejercer y desplegar una diplomacia inadecuada, conlleva claramente a diversas afectaciones en materia de seguridad y defensa, a causa de un eventual aumento en la vulnerabilidad ante amenazas externas, mayores dificultades en la lucha contra el crimen transnacional y probables sanciones o bloqueos por parte de actores con mayor poder internacional. La diplomacia es precisamente esa herramienta que permite moverse en esos difíciles escenarios.
También la diplomacia se torna crítica cuando afecta el funcionamiento del sistema democrático. De hecho, una diplomacia errónea, acelera el aislamiento regional y global, debilitando los incentivos externos para respetar el estado de derecho. En definitiva, es inconveniente actuar en contra de las formas diplomáticas, aun haciéndolo a nombre del denominado “progresismo”.