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Analistas 15/05/2025

Quién tiene el control

Luis Fernando Algarra
Profesor de la Universidad de La Sabana

James Joyce, el autor que concibió al Ulises de nuestros tiempos, se preguntó hace más de un siglo si el materialismo moderno estaba atrofiando el espíritu humano. En su estancia en Padua, Joyce escribió: “¿Hemos de llegar entonces a la conclusión de que el materialismo moderno embota su finura?”. Hoy, esa pregunta podría adquirir nuevos matices frente al avance de la IA y su silenciosa colonización en nuestras decisiones, relaciones y formas de pensar.

La IA no es el problema. El verdadero riesgo está en la velocidad con la que la adoptamos sin comprenderla, en la forma en que la convertimos en atajo y no en herramienta, y en la creciente dificultad para detenernos a pensar sobre lo que significa poner nuestras decisiones, y a veces, nuestras conciencias, en manos de un algoritmo. La transformación digital, en el ámbito empresarial, se ha convertido en un imperativo operativo, pero rara vez en un ejercicio de reflexión profunda. Se ejecuta, se implementa, se mide. Pero no se cuestiona.

En escenarios claves para la toma de decisiones, estos temas suelen abordarse desde la urgencia y no desde la comprensión. Se asume que la inteligencia artificial mejorará la eficiencia y reducirá costos. Y es cierto que puede hacerlo. Pero ¿a qué precio? ¿Estamos dejando de ejercer el juicio? ¿Estamos perdiendo sensibilidad frente a las personas y los procesos?

Un reciente estudio de Kpmg y la Universidad de Melbourne, que encuestó a más de 48.000 personas en 47 países, revela que 66% de los empleados utilizan IA regularmente, pero solo 46% confía en estos sistemas. Además, 66% de los trabajadores confía en los resultados de la IA sin evaluar su precisión, y 56% ha cometido errores laborales debido a su uso. Estos datos reflejan una adopción acelerada sin una comprensión adecuada, lo que puede llevar a tomar decisiones erróneas y a una dependencia peligrosa de la tecnología.

La realidad obliga a ir más allá de la simple adopción de herramientas innovadoras. Hace falta también una ética en su implementación. Así como el capitalismo consciente ha demostrado que el éxito no excluye el propósito, la IA puede ser aliada del bien común si se usa con criterio y sentido humano. No se trata solo de lo que la tecnología hace por la empresa, sino de lo que hace por las personas que la hacen posible. Tal vez sea momento de recuperar el valor de la pausa, del silencio, incluso de la duda, en entornos donde lo inmediato ha reemplazado lo importante.

Crear espacios y escenarios de diálogo sobre estos temas no es un lujo; es una necesidad estratégica. Si la inteligencia artificial se convierte en una forma de tercerizar el pensamiento o de eliminar la incomodidad de decidir, podríamos estar promoviendo organizaciones más eficientes en el corto plazo, pero, en últimas, más insensibles, más desconectadas y menos humanas. Lo mismo que Joyce advertía sobre el materialismo, podría aplicarse hoy a la transformación digital y a los avances tecnológicos mal entendidos: se adormece la conciencia y se diluye la capacidad de ver más allá de lo útil, lo trascendental.

Quizás el mayor riesgo no sea que la IA nos reemplace, sino que nos convenza de que ya no hace falta pensar. Y en ese punto, habremos dejado de liderar.

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