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Un romano vago, rico y pretencioso quiso impresionar a sus amigos más cultos. Como lo suyo no era leer y pocos deseos tenía de aprender, su intelecto y oro le alcanzó para comprar un grupo de esclavos.
La idea le parecía brillante. Serían sus esclavos del pensamiento. Entre todos ellos repartió el deber de aprender a los grandes filósofos y poetas como Hesíodo, Safo, Píndaro y Homero. Todos aquellos de los que un miembro de la clase alta, como él, debía conocer.
El procedimiento le pareció lógico. En cada cena o reunión, con algún gesto, pondrían en su mano algún verso urgente para declamar o la respuesta profunda y bien pensada a cualquier consulta. Se salía con la suya, hasta cuando recibió la invitación a unas clases que nadie podría recibir por él.
Al final de aquella cena, uno de sus amigos invitados le propuso recibir clases de lucha grecorromana. «Pero yo soy débil y frágil» se excusó aquel esclavista de la sabiduría. El incisivo invitado, entrecerrando los ojos y hablando mientras sonreía, miró a los esclavos para decirle -mientras los señalaba- «No digas eso, ¡piensa en cuántos esclavos competentes y con una salud de hierro tienes». Dio en el blanco.
La sabiduría no es posible sin esfuerzo y tampoco puede delegarse. Nadie nace sabio, nadie nace tonto. Ignorantes todos, pero seguir siéndolo es una decisión. Siempre hay más que aprender, saber, entender del mundo y de uno mismo. No es cuestión de memorizar cosas.
El conocimiento acumula datos. La sabiduría selecciona, ordena, comprende. Es el arte de calibrar la vida, de ajustar sin prisa lo que se desequilibra. A veces con valor, a veces con justicia, a veces con templanza. Es la diferencia.
Hay una distancia grande. La educación convencional enseña contenidos, pero no discernimiento. Se puede tener todos los títulos y carecer de sensatez. También se puede abandonar la universidad y seguir aprendiendo de la experiencia, de la observación, de los demás. La educación verdadera empieza cuando la curiosidad sustituye al ego, cuando se da el “solo sé que nada sé”.
Marco Aurelio escribía para recordarse a sí mismo lo que ya sabía, pero olvidaba. Sócrates preguntaba por qué intuía que la certeza era el final del pensamiento. Abraham Lincoln encontraba en la reflexión la única forma de liderazgo posible.
Ese recorrido por la mente y la conducta humana es el centro del libro ‘La sabiduría es la recompensa’, de Ryan Holiday, quien defiende la idea de que la sabiduría no llega con los años, sino con la práctica. Aprender, aplicar, reflexionar. Una y otra vez. Hasta que el conocimiento deja de ser teoría y se convierte en manera de vivir.
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