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Desde temprano aprendemos a ocultar lo que somos sin percibirlo. Nos dicen cómo vestir, cómo comportarnos, cómo hablar para agradar. Poco a poco vamos cambiando la piel para encajar. Creemos que así encontraremos aceptación, pero lo único que conseguimos es alejarnos de nosotros mismos. El disfraz nos hace visibles en público, pero invisibles para nuestro propio corazón.
Perseguir la perfección es una carrera sin meta. Cada logro parece insuficiente, cada error se siente fatal. La energía se consume en revisar, corregir, ajustar, en buscar una versión ideal que nunca llega. La vida se nos escapa entre comparaciones, listas interminables y el temor a no dar la talla. Lo llamamos -tergiversadamente- “disciplina”, aunque en realidad sea una jaula.
La verdad es más sencilla. Somos amados no porque seamos impecables, sino porque somos humanos. Las relaciones que recordamos con gratitud no son las que se construyen desde la apariencia, sino las que nacen de la vulnerabilidad. Abrirse, admitir un temor, mostrar la cicatriz, reconocer una falla. Eso es lo que hace que alguien confíe, que alguien se quede, que alguien se acerque.
El perfeccionismo roba alegría. Nos enseña a mirar lo que falta en lugar de lo que abunda. Es ese día de celebración en el que todo fue hermoso y, sin embargo, un detalle pequeño nos arruinó el recuerdo. La búsqueda de lo perfecto no nos eleva, nos quiebra. En cambio, cuando aprendemos a agradecer lo pequeño, lo ordinario se convierte en extraordinario. Una taza de café compartida, una carcajada inesperada, un atardecer visto sin prisa. Ahí habita la felicidad.
También aprendemos que los límites protegen. No se trata de complacer a todos ni de aceptar lo que duele. Poner un alto, decir no, elegir lo que nos hace bien, no nos resta vínculos, los hace más fuertes. Porque la confianza solo crece donde hay respeto.
Las pruebas más duras de nuestra vida no se superan aparentando fuerza, sino aceptando la vulnerabilidad como maestra. La valentía no consiste en lucir invencible, sino en seguir adelante con nuestras grietas a la vista. El impostor que nos susurra que no merecemos estar donde estamos es un mentiroso. Merecemos el espacio que ocupamos, los logros alcanzados, la historia que llevamos.
Aceptar nuestra imperfección no es rendirse, es recuperar poder. Es atrevernos a vivir con el corazón descubierto, aunque duela, aunque asuste. Porque la plenitud no está en llegar intactos al final, sino en habernos permitido sentir, fallar, amar, levantarnos y seguir. Esa es la experiencia vital de la vida, la que nos recuerda ‘Los dones de la imperfección’ de Brené Brown.
Un paso en falso y, en las próximas décadas, criminales como Pablo Escobar, Carlos Pizarro o Manuel Marulanda podrían convertirse en los nuevos “héroes” de una Colombia delincuencial. Ojalá el país comprenda la magnitud del desafío
Es un recordatorio: Colombia también se ha construido desde la confianza, desde el ahorro, desde el servicio y desde la decisión de creer en la gente cuando más lo necesita. Eso fue Conavi