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Analistas 25/12/2025

El asombro como forma de lucidez

Leticia Ossa Daza
Socia Directora Práctica LatAm Paul, Weiss NY

Durante la Navidad afloran relatos que el resto del año parecen fuera de lugar y nos permitimos una capa de misterio…seres pequeños, los elfos, que se mueven de noche y observan a los niños para reportarle a Papá Noel, estrellas que guían, mensajeros invisibles. Historias que no necesitan una explicación racional para existir.

Por siglos, la experiencia humana estuvo atravesada por la idea de que el mundo no se agotaba en lo visible ni en lo explicable. Lo extraordinario no estaba en conflicto con lo cotidiano; convivía con él. La modernidad reorganizó esa relación. El valor comenzó a concentrarse en lo medible, lo lógico. Crecer, madurar, pasó a confundirse con mirar el mundo solo desde la razón.

Esa capacidad de permanecer atentos frente a lo que no encaja del todo se fue erosionando. El asombro no exige suspender el juicio ni la racionalidad, sino resistirse a cerrarse demasiado rápido. Sin embargo, en la vida adulta, detenerse a mirar sin comprender de inmediato parece impropio, difícil de justificar, ineficiente.

Ross Douthat, en su libro “Believe” publicado este año, se detiene en fenómenos que reaparecen de forma persistente: relatos de milagros, experiencias cercanas a la muerte, visiones compartidas, intuiciones que distintas culturas describen con sorprendente similitud. No los presenta como pruebas, sino como señales de una realidad más amplia que nuestros marcos habituales no alcanzan a comprender del todo.

Hannah Arendt entendía el pensamiento como una interrupción necesaria. Pensar, decía, comienza cuando alguien se detiene y no clausura una pregunta de inmediato. No para quedarse en la incertidumbre, sino para permitir que emerja lo que todavía no tiene forma. Esa pausa, que no produce resultados inmediatos, es cada vez más rara. Observar sin producir ni optimizar parece una pérdida de tiempo. Y, sin embargo, es ahí donde muchas ideas toman forma.

Estas tensiones atraviesan también a las organizaciones. Equipos que buscan tenerlo todo definido antes de actuar tienden a volverse rígidos. Liderazgos que confunden velocidad con claridad toman decisiones rápidas, pero no necesariamente mejores. La innovación rara vez surge de lo completamente entendido. Aparece cuando existe margen para explorar sin garantía, cuando alguien se permite mirar sin saber todavía qué hacer con lo que ve.

Cuando todo debe explicarse al instante, se pierde la capacidad de observar sin clasificar, de dejar que una idea madure, de admitir que no todo encaja aún.

No se trata de volver a creer en elfos. Se trata de preguntarse qué dejamos fuera cuando decidimos que solo vale lo que puede explicarse. En un mundo saturado de información, de inmediatez y de urgencias, preservar un espacio para el asombro no es ingenuidad. Es una forma de lucidez.

Tal vez por eso la Navidad es un recordatorio de que no todo tiene que definirse, medirse o resolverse de inmediato. Que hay ideas y decisiones que necesitan silencio antes que respuestas.

Y que quizá madurar no implicaba aprender a explicarlo todo, sino saber cuándo dejar una luz encendida para aquello que todavía no es claro, sin perder la capacidad de asombrarnos.

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