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La imagen de la Plaza de Bolívar cubierta con cientos de botellas plásticas fue más que una protesta simbólica por parte de los recicladores de oficio: fue la evidencia tangible de un sistema que necesita una revisión urgente, técnica y estructural. Lo ocurrido allí no se trata solo de la caída en los precios de los materiales reciclables, que obedecen a dinámicas globales de oferta y demanda. Es, sobre todo, el reflejo de un modelo que no funciona: con una estructura tarifaria desactualizada, altísima informalidad en la cadena de aprovechamiento y una política pública fragmentada que sigue sin reconocer al reciclaje y la reincorporación de materiales como etapa crítica en la transición hacia modelos circulares sostenibles.
Es fundamental comprender que el ingreso del reciclador, en el marco del servicio público de aseo, tiene dos fuentes distintas y complementarias: por un lado, el precio del material reciclable, que se rige por la dinámica global de oferta y demanda; y por el otro, la tarifa del servicio público de aprovechamiento, que debería reflejar el valor real de recoger, clasificar y reincorporar residuos en la economía.
Esperar que el precio del material reciclable se estabilice mediante regulación directa no solo es inviable: es contraproducente. El PET, por ejemplo, ha tenido ciclos de máximos históricos y también de caídas abruptas, influenciado por el precio del petróleo, las importaciones, el dólar y la competencia con la resina virgen. Pero cuando ese precio baja, quienes más lo sufren son los recicladores, porque no existe trazabilidad ni transparencia en la distribución del ingreso, que depende directamente de la cadena de comercialización. Muchos intermediarios capturan valor sin aportar mejoras, y el reciclador, en su mayoría informal, termina recibiendo apenas lo suficiente, si acaso, para subsistir. Por otro lado, cuando el valor sube, se queda en la intermediación y no llega al reciclador de oficio, aquel que pasa por nuestra casa, que siempre pierde.
Lo anterior preocupa, y solo puede ser corregido incrementando transparencia, trazabilidad y reporte. Ahora, del otro lado, está el segundo componente: la tarifa del servicio público de aseo. En Colombia, esta tarifa no se calcula con base en el costo real del reciclaje, sino en lo que se “ahorra” por no enterrar residuos. Es decir, no se reconoce la complejidad ni el esfuerzo de ir casa por casa, abrir bolsas, clasificar materiales, y transportar toneladas desde zonas periféricas (porque los Planes de Ordenamiento Territorial no han permitido que las Estaciones de Clasificación, Ecas, estén cerca del origen del residuo). Es un modelo que sigue incentivando el sistema tradicional de enterramiento en rellenos.
Asimismo, el país opera con tres sistemas paralelos que compiten por el mismo residuo: el servicio público de aseo, la responsabilidad extendida del productor, REP, y los programas municipales Pegirs. Cada uno con métricas distintas y sin articulación. El resultado es un ecosistema inequitativo. Y ya ha sido advertido durante muchos años, pero no hemos actuado, incluso lo dijo la Ocde: debe existir un solo sistema de reciclaje, transparente, auditable y eficaz, que garantice que ningún residuo aprovechable termine en el relleno.
Prohibir que nuevas empresas entren al sistema tampoco es la solución. La libre competencia incentiva la calidad del servicio. El problema es que hoy se compite en condiciones desiguales. Cambiar este panorama requiere decisión política y acción técnica. La Comisión de Regulación de Agua potable, CRA, debe avanzar en el rediseño del esquema tarifario, en eso llevan años. El Ministerio de Ambiente, por su parte, debe reglamentar con claridad y generar condiciones para la inversión en prevención de residuos, dejando de considerar como un éxito el recaudo de un impuesto que, en teoría, debería evitarse si el incentivo funciona bien. El Ministerio de Vivienda debe medir su eficiencia con base en la cobertura real del servicio de aseo: no hace falta ir al Pacífico para evidenciar la baja cobertura. Y los municipios deben dejar de improvisar para construir modelos de negocio que enfrenten la pobreza multidimensional y apunten al diseño de ciudades sostenibles y circulares. No es el reciclador el que debe adaptarse al modelo: es el modelo el que debe adaptarse a una economía verdaderamente circular, justa e inclusiva.
Como ciudadanos también tenemos una responsabilidad. Cada vez que elegimos un producto, influimos. Cuando optamos por un empaque más barato hecho con resina virgen, estamos tomando una decisión que impacta, y debemos ser conscientes de ello.
La protesta en la Plaza de Bolívar fue una bandera roja. Ojalá no necesitemos una montaña real de residuos para entender que lo que está realmente en juego es todo un sistema.
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