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El atentado contra Miguel Uribe nos duele profundamente a los colombianos. Este hecho no solo fue un ataque infame contra su persona, sino también contra la institucionalidad y la democracia.
Estamos viviendo las horas más oscuras de nuestra vida republicana. No ocurría un suceso tan dramático y preocupante desde que se había recuperado la institucionalidad y la gobernabilidad con la seguridad democrática.
Desde 2013, perdimos el rumbo como resultado de una combinación de errores y hechos desafortunados. La paz con las Farc en contra del voto popular representó un atropello a la institucionalidad, a la justicia y a la paz ciudadana. Cuando retomamos la senda en 2018, comenzaron las estrategias de desestabilización, sin una respuesta institucional clara. Con la llegada del covid-19, el país se convirtió en un polvorín, a pesar del acertado manejo económico y de salud pública. Se presentaron manifestaciones como resultado de la frustración social, las cuales terminaron cooptadas por políticos inescrupulosos y actores al margen de la ley. Con gran parte del país frustrado, resultó electo un candidato mediocre y antidemocrático.
Lo más desconcertante hoy en día es que los ataques a la institucionalidad no provienen únicamente de actores ilegales, sino también del propio Presidente, quien pretende desconocer el Estado de Derecho, convocando a través de un decreto espurio una consulta popular sin la aprobación del Senado.
De forma ladina y marrullera, con la ayuda de un abogado inescrupuloso, se pretende justificar la absurda interpretación de que la negativa del Senado a la consulta popular, aunque existente, es inaplicable mediante el uso de la excepción de inconstitucionalidad, debido a supuestos vicios graves, lo que habilitaría la expedición del decreto. Esta interpretación anularía el Estado de Derecho, pues bastaría este simple y ramplón argumento para que cualquier gobernante con ínfulas de tirano imponga su voluntad, desconocido a las otras ramas del poder público.
Lo claro es que, de forma abusiva, el Presidente está usurpando la función judicial, determinando, con su propia interpretación maniquea, si el acto -en su formación, motivación y finalidad- se ajusta o no a la Constitución y la ley. La imaginación constitucional llega a tal extremo que incluso se sostiene que la consulta es un mecanismo válido para resolver disputas entre las ramas del poder público; es decir, la gradúan como un arma de chantaje institucional.
Finalmente, lo verdaderamente maquiavélico es que, entre líneas y por las declaraciones públicas, el Gobierno está convencido de que, incluso si se hubiesen cumplido todos los discutibles requisitos, base de los supuestos vicios, la institucionalidad y el sistema de pesos y contrapesos son triviales y pueden ser pisoteados si se invoca al pueblo. El Presidente quiere una Asamblea Nacional Constituyente para refundar el país según sus deseos.
Vendrán muchas demandas y denuncias penales por prevaricato. Por el bien de la patria, esperamos que las autoridades judiciales competentes declaren la ilegalidad de semejante esperpento, y que el Registrador Nacional del Estado Civil, en un acto patriótico y amparado por la ley, se abstenga de darle validez a lo ordenado por el decreto, al no existir concepto favorable del Senado.
Tercio extra: Rezo por la pronta recuperación de Miguel Uribe. El país lo necesita en sus horas más oscuras.
El primer daño es el tránsito de la búsqueda genuina de la verdad hacia la imposición de la posverdad, donde los hechos dejan de importar y son reemplazados por narrativas conveniente