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Por décadas, Joseph Stiglitz ha defendido un capitalismo reformado con instituciones sólidas, reguladores eficaces y un Estado activo capaz de corregir las fallas del mercado. Nobel de Economía por su trabajo sobre la información asimétrica, ha insistido en que, sin reglas claras ni control de monopolios, la economía se convierte en una maquinaria de concentración de riqueza y exclusión social. En obras como The Price of Inequality y The Road to Freedom, plantea que un sistema fiscal progresivo, inversión pública en innovación y provisión de bienes como educación y salud pueden reducir la desigualdad sin frenar el crecimiento.
El problema no está en la teoría. Stiglitz ha demostrado con evidencia que países como los nórdicos o Nueva Zelanda pueden combinar equidad con prosperidad. Incluso en América Latina, el primer Lula lo hizo sin dinamitar la estabilidad macroeconómica. Pero la distancia entre el laboratorio académico y el barro político es abismal.
En economías con instituciones débiles y gobiernos adictos al populismo, el discurso de Stiglitz se transforma en un disfraz para viejas recetas de gasto sin control, clientelismo y captura del Estado. Así ha ocurrido en Argentina bajo Cristina Fernández, en Ecuador con Rafael Correa y hoy en Colombia con Gustavo Petro: se invoca la justicia social para justificar déficits crecientes, deuda desbordada, inflación, fuga de capitales y un deterioro acelerado de la confianza empresarial. La retórica suena a Stiglitz; la ejecución se parece más a Maduro.
El propio economista lo advirtió: “La retórica es una cosa, pero lo que realmente importa es la ejecución”. Y ahí es donde fallan los progresismos tropicales. No basta con proclamar que se quiere redistribuir riqueza: hay que diseñar políticas técnica y administrativamente viables, con evaluación de costo-beneficio y criterios de sostenibilidad. Si no, el resultado es un Estado que pierde legitimidad, ciudadanos que perciben más caos que justicia y una economía que retrocede.
Pero el debate va más allá de la implementación. La propuesta de Stiglitz parte de un optimismo antropológico difícil de sostener: que la sociedad, frente a reglas justas, actuará colectivamente por el bien común. La historia muestra lo contrario. La lucha por el poder, la corrupción y el sectarismo suelen imponerse sobre la cooperación. La igualdad no es un punto de partida natural; es una construcción frágil que requiere disciplina, meritocracia y límites al poder.
Aplicar las ideas de Stiglitz en países como Colombia exige mucho más que citarlo en discursos o invitarlo a foros. Requiere instituciones blindadas contra el oportunismo político, ciudadanos exigentes que no se dejen seducir por promesas inviables y un gobierno que entienda que la credibilidad económica es tan importante como la justicia social. De lo contrario, el “modelo Stiglitz” seguirá siendo aquí un eslogan vacío: predicado como Biblia progresista y ejecutado como manual de populismo fallido, con resultados que ni el propio Stiglitz querría firmar.
En 2026, podemos elegir un camino de justicia con estabilidad. Si votamos con sensatez de demócratas, Colombia puede prosperar para todos. El futuro está en nuestras manos.
El comercio no es una guerra silenciosa entre compradores y vendedores. Es un intercambio voluntario en el que ambas partes ganan, siempre