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Analistas 26/08/2016

Vehículos privados: ¿un error histórico?

Javier Villamizar
Managing Director
La República Más
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Oslo, la capital de Noruega, una ciudad con poco más de 600.000 habitantes y cerca de 350.000 vehículos, decidió que en 2019 será una ciudad sin automóviles. Hamburgo, la segunda ciudad más poblada de Alemania, a su vez desaparecerá los automóviles de su centro en 2034 a través del plan “Green Network”, que incluye la construcción de espacios peatonales, carriles exclusivos para bicicletas y zonas verdes que acabarán cubriendo casi 40% del área de la ciudad.

Para el común de la gente en países del primer hasta el “tercer mundo”, resulta natural y en ciertos casos se convierte en un logro importante en la vida, el ser dueño de un vehículo. En los últimos cien años, el crecimiento de la industria automotriz enfocada al transporte personal ha sobrepasado los sueños de pioneros como Henry Ford, generando a su vez la aparición y el desarrollo de un ecosistema conexo que incluye infraestructura vial, así como sistemas de soporte y control del tránsito vehicular. Es innegable el efecto que la masificación de los vehículos ha producido en términos de desarrollo económico, empleo y conectividad a nivel mundial. 

A nivel urbanístico, la introducción del transporte vehicular a principios del siglo XX, generó una transformación radical en el diseño de las ciudades y los centros poblacionales. En los Estados Unidos por ejemplo, ciudades modernas como Los Angeles o Miami, han relegado a un segundo plano los sistemas tradicionales de transporte público como el metro y el tranvía, en pro de la construcción de redes masivas de calles y autopistas. 

Los países europeos, por el contrario, han sido un poco más conservadores en el grado de adaptación de los centros urbanos tradicionales para permitir el tráfico vehicular, como es el caso de Venecia, ciudad que conscientemente nunca abrió paso a las máquinas de cuatro ruedas.

En términos ambientales, el efecto negativo de la popularización de los automotores es bien conocido y cada año se invierten miles de millones de dólares en investigación y desarrollo enfocados a la producción de vehículos más “verdes”, así como en campañas que pretenden generar conciencia en la población sobre el efecto nocivo de los gases contaminantes. Pero la contaminación no es solamente la producida por los motores de combustión interna, los cuales a mediano plazo podrían ser reemplazados por sistemas eléctricos. El efecto contaminante incluye la necesidad de diseñar ciudades incluyendo espacios considerables para vías, así como para el almacenamiento de los vehículos durante el tiempo que no están en movimiento. 

Y es aquí donde no se necesita ir muy lejos ni hacer matemáticas muy complejas para demostrar que un elemento del sistema de transporte cuyo peso en promedio es una tonelada y su capacidad de pasajeros promedio de 2 o 3, con un tiempo real de utilización que está por debajo de 10%, es absolutamente ineficiente y su uso debería ser re-evaluado.

La industria automotriz tiene un interés económico en cada día vender más automotores, todo parece indicar que los grandes jugadores han empezado a presagiar lo que el futuro les puede deparar si el mundo toma consciencia de la necesidad de limitar el derecho al uso o a la adquisición de vehículos. Este cambio de mentalidad aunado a la popularización de la “economía del compartir”, ha impulsado las inversiones estratégicas de General Motors en Lyft (plataforma similar a Uber), de Daimler en Car2Go, BMW junto a Sixt en DriveNow.

Aunque para algunos parecería ilógico pensar en restringir el uso de vehículos, existen estudios serios e iniciativas importantes, como las del autor y consultor norteamericano J.H. Crawford, autor del libro “Carfree Cities” y la mente detrás del sitio web Carfree.com, que han demostrado no solo la factibilidad de un ecosistema urbano sin ellos, sino las ganancias económicas y sociales que se podrían obtener con una reducción considerable del tráfico de los vehículos privados en las ciudades. Amanecerá y veremos como la industria y la sociedad se acomodan de manera que se logre un equilibrio entre los intereses económicos y el bienestar del ciudadano.

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