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Analistas 05/09/2020

Demasiado grande para dejarlo caer

Javier Villamizar
Managing Director

Existen compañías que, por su tamaño e interconexión con los sectores financiero, comercial o de infraestructura, tienen el potencial de convertirse en fichas de dominó en un juego donde la caída de una de ellas puede generar una catástrofe de proporciones inimaginables que pone en riesgo economías regionales e incluso globales.

La frase “demasiado grande para caer” se hizo famosa porque resumió de modo categórico, allá por 2008, el dilema que enfrentaron los reguladores financieros en los Estados Unidos. En ese momento, un rescate por parte del gobierno se convirtió en la “única” solución posible a la terrible crisis que amenazó con iniciar un maremoto financiero con el potencial de llevarse por delante la conquista de los derechos sociales universales mantenidos hasta fines del siglo XX.

En los momentos más álgidos de esas crisis, cuando el gigante financiero Lehman Brothers colapsó de manera estruendosa y de igual manera AIG, en su momento la aseguradora más importante del mundo estuvo a punto de desplomarse, muchos gobiernos aceptaron que había compañías “demasiado grandes para caer” porque su implosión podría producir no sólo consecuencias económicas devastadoras, sino que conllevaría al sufrimiento de miles de personas. Por eso, varios países tomaron la dolorosa decisión de gastar el dinero que fuera necesario, incluso acudiendo al endeudamiento para evitar el colapso de gigantes de la industria financiera, automotriz y de seguros entre otras.

Si la caída estrepitosa de Lehman Brothers marcó el comienzo de la crisis financiera de 2008, el coronavirus abrió la puerta para un escenario de magnitudes incluso mayores. Esta crisis no solo perjudica a las economías capitalistas desarrolladas, sino que tiene el potencial de afectar al género humano globalmente, cualquiera que sea su forma de organización política o nivel de desarrollo económico.

A diferencia de la gran depresión que vivieron los Estados Unidos el siglo pasado o la crisis financiera de 2008, lo que estamos empezando a vivir no tiene sus orígenes directos en el comportamiento de la economía, sino que surge de la interacción existente entre el hombre y la naturaleza, representada hoy por una fuerza invisible proveniente de una molécula de ácido ribonucleico conocida como SARS-Cov-2.

En el caso particular de una aerolínea en crisis que mueve carga, turistas y un ecosistema que genera millones de dólares al año en un país, no importa si hoy en día su sede o sus propietarios son extranjeros, la situación es difícil de justificar. Compañías de todo el mundo han solicitado ayudas a los gobiernos, pues sus operaciones llevan meses prácticamente paralizadas, mientras una buena parte de los costos persisten.

Desde los grandes fabricantes, Airbus y Boeing (con pérdidas que superan los US$500 millones cada uno), hasta los jugadores mas pequeños, todos han sentido el golpe. Solo que, para algunos, este golpe puede ser mortal. Como ha sucedido con otros sectores de la economía, la pandemia ha sacado a relucir los obstáculos y las falencias que ya enfrentaba la industria del transporte aéreo a nivel global.

No es un secreto que el deporte favorito en el sector aeronáutico comercial es el de entrar y salir de bancarrota, como lo hemos visto históricamente con íconos de la industria como American Airlines, Delta, Alitalia o United. Lo cual no implica que sea ilógico rescatar a quien está en problemas y evitar el efecto colateral de una caída en los sectores de turismo, logística y transporte.

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