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En las últimas semanas la conversación pública sobre los móviles en las aulas se ha intensificado. La noticia de que Suecia ha decidido implementar una prohibición nacional a partir de 2026, obligando a que todos los colegios retiren los teléfonos de los estudiantes al inicio del día, generó un amplio debate. A este lado del Atlántico, varios estados en Estados Unidos ya han avanzado con políticas similares, restringiendo por completo el uso de móviles durante el horario escolar salvo excepciones muy específicas. Estas decisiones se suman a una tendencia global que busca enfrentar un problema evidente: la creciente distracción y ansiedad que los dispositivos generan en los estudiantes. Al mismo tiempo, padres y comunidades se dividen entre quienes celebran la medida como un paso necesario para recuperar la concentración en las aulas y quienes temen que privar a los jóvenes de su herramienta más cotidiana pueda generar otros problemas.
La simple presencia del teléfono interrumpe la concentración. Quitar el teléfono de la ecuación significa, en teoría, devolver a los estudiantes un entorno menos fragmentado, más propicio para la atención sostenida. También existe un beneficio en términos de salud mental. La presión de estar siempre disponible, de contestar de inmediato, de mostrar en línea versiones idealizadas de uno mismo, desaparece durante unas horas. Ese respiro puede convertirse en un espacio de socialización real, de interacción cara a cara, de aprendizaje emocional que la virtualidad erosiona.
Sin embargo, los detractores señalan que la prohibición absoluta puede resultar contraproducente. Además, hay alumnos que dependen de aplicaciones de accesibilidad para su vida diaria y que quedarían en desventaja con una regla rígida. Tampoco es menor el hecho de que el móvil, usado con criterio, puede ser una poderosa herramienta de aprendizaje. Negarles por completo ese potencial a las nuevas generaciones puede parecer anacrónico en un mundo donde la educación digital avanza a pasos acelerados. Por otra parte, muchos padres se resisten porque perciben el móvil como un vínculo de seguridad con sus hijos. A todo esto, se suma el riesgo de que las prohibiciones fomenten conductas clandestinas, con alumnos buscando la manera de evadir las normas y usar el móvil a escondidas.
Lo cierto es que el problema no radica solo en la presencia física del dispositivo, sino en las dinámicas que lo atraviesan. La verdadera raíz se encuentra en los modelos de negocio de las plataformas y aplicaciones que dominan la atención de millones de jóvenes. Empresas que diseñan algoritmos para maximizar el tiempo de uso, que explotan la dopamina de las notificaciones constantes y que priorizan el contenido más viral, muchas veces irrelevante o banal, por encima de aquel que podría aportar valor educativo. No se trata simplemente de que los adolescentes “no sepan usar” el móvil con responsabilidad, sino de que las herramientas mismas están construidas para dificultar ese uso responsable.
Por eso, el debate sobre prohibir o no los teléfonos en las escuelas es apenas la superficie de un problema mucho más profundo. Tal vez la respuesta no esté en la prohibición total, sino en una política más sofisticada: restringir el uso durante las clases, promover aplicaciones educativas, involucrar a padres y docentes en la enseñanza de hábitos digitales sanos y, sobre todo, exigir a las empresas tecnológicas un nivel de responsabilidad que hoy no existe. El reto no es solo enseñar a los estudiantes a desconectarse por unas horas, sino construir un ecosistema digital que no compita con la educación, sino que la complemente.
El primer daño es el tránsito de la búsqueda genuina de la verdad hacia la imposición de la posverdad, donde los hechos dejan de importar y son reemplazados por narrativas conveniente