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La reglamentación del teletrabajo en Latinoamérica comenzó con el milenio. Superado el temor del Y2K, Chile lo hizo en 2001, Argentina y Brasil en 2003 y Colombia en 2008. La ley 1221 de ese año, que tuvo como propósito la promoción de la entonces novedosa modalidad ocupacional como un mecanismo de generación de empleo, no tuvo mucha acogida en los sectores productivos del país pues, como suele suceder con cualquier regulación rígida e inflexible, en la práctica mostró que ofrecía más obstáculos que soluciones.
Doce años después llegó la pandemia y con ella la necesidad inaplazable de trasladar un buen número de puestos de trabajo que hasta mediados de marzo se ejercían en oficinas, fábricas y establecimientos comerciales, hacia los lugares de residencia de los empleados. Mientras que el Ministerio de Trabajo continuaba planeando, revisando y concertando, como lo sigue haciendo, un buen número de organizaciones dieron este paso sin mucha preparación ni análisis previos, y aunque pudo haber quedado una incómoda sensación de improvisación, la verdad es que la migración hacia el trabajo en casa ha funcionado de manera aceptable.
El reto de trasladar los puestos de trabajo ya pasó y surgen nuevos desafíos relacionados con la actividad laboral a distancia. Aparecen asuntos que van más allá de garantizar el adecuado funcionamiento de las herramientas tecnológicas necesarias para la productividad del trabajo remoto y que requieren de especial atención, como el imprescindible balance entre la vida personal, las responsabilidades familiares y las obligaciones profesionales; el cuidado de la salud física y mental; la motivación en un entorno bien distinto al tradicional y la atención de algunos factores emocionales que pueden afectar el desempeño individual, como la incertidumbre sobre el futuro o el riesgo de pérdida del empleo.
Estos desafíos emergentes requieren, sin excepción, que las competencias de los líderes estén sincronizadas para cumplir las metas de productividad de las empresas y en paralelo, para atender las necesidades de los trabajadores remotos en este nuevo contexto, todo con el propósito de lograr la deseada (y a veces esquiva) armonía entre los resultados del negocio y la satisfacción de los empleados. Resulta imprescindible que quienes tienen trabajadores remotos a su cargo demuestren síntomas contundentes e inequívocos de liderazgo transformador y actúen en consonancia con ellos: inocular sentido de propósito, contagiar positivismo, Irradiar empatía, actuar con autenticidad, demostrar flexibilidad y dirigir con genuino interés por el bienestar de los integrantes de sus equipos son algunas de las habilidades que, sumadas a las capacidades indispensables de ejecución y consecución de resultados, quisiéramos evidenciar en los dirigentes de estos tiempos de videoconferencias y “webinars”.
Aunque resulta obvio afirmar que para comprometer a los integrantes de los equipos de trabajo es indispensable que su líder esté comprometido, no lo es tanto entender que ese compromiso no se consigue a través de las cláusulas de los reglamentos de trabajo, ni como consecuencia de las órdenes que se impartan. Crear, mantener o aumentar el compromiso exige de parte del superior la manifestación cotidiana de actitudes inclusivas que brinden seguridad a todos los funcionarios y que motiven su participación y contribución. La mejor vacuna contra la apatía, el pesimismo y los temores que pueden estar apareciendo en muchos trabajadores remotos consiste en refinar y poner en práctica nuestras capacidades de liderazgo centrado en las personas. Aún estamos a tiempo para hacerlo porque estas competencias no serán pasajeras y cada día es más evidente que son las que marcan la diferencia entre un líder transformador y un jefe tradicional.