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Analistas 12/05/2022

Arquitectos de cultura

Héctor Francisco Torres
Gerente General LHH

A pesar de su trascendencia en todos los ámbitos de la vida empresarial, la cultura de las organizaciones suele recibir menos atención de la que amerita. En muchos casos se deja al azar o simplemente no se gestiona, en otros se asume como una responsabilidad táctica de los departamentos de gestión humana, y solo en pocas ocasiones se gerencia como una obligación compartida por todos los estamentos del negocio. Millares de páginas se han escrito sobre esta materia desde mediados del siglo pasado, cuando Peter Drucker advirtió que la cultura desayuna con estrategia, hasta estas épocas en las que Denise Lee Yohn enseña como la integración de la marca con la cultura impulsa a las grandes empresas.

Harvard Business Review publicó el año pasado un artículo en el que Lee Yohn se refiere a la cultura organizacional como un compromiso colectivo que involucra conciencia y acciones de las juntas directivas; de los presidentes y comités ejecutivos; de las áreas de gestión humana, jurídica, de cumplimiento y de riesgos; de la gerencia media y de los empleados, en un proceso dinámico que fluye de manera multidireccional y continua. Con este criterio, la forma en que las personas trabajan e interactúan debe estar ajustada a los principios y valores de la empresa, pues de existir brechas, contradicciones o incoherencias entre estos y las conductas cotidianas de los individuos, el poder de la cultura como motor del negocio se desmorona.

El efecto constructivo o destructivo de los comportamientos humanos sobre la cultura no se limita a las empresas. El progreso de las naciones también está influido por las costumbres de sus habitantes, como lo señala el Instituto para la Economía y la Paz (IEP, por sus siglas en inglés) en su reciente publicación Positive peace report 2022: Analysing the factors that build, predict and sustain peace. En él se revela el ranking de 163 países según el resultado del índice de paz positiva (PPI), que califica las instituciones, estructuras y actitudes ciudadanas en su capacidad para fomentar el florecimiento de sociedades pacíficas y que conduzcan al logro de las metas a las que cualquier conglomerado humano aspira: prosperidad económica, inclusión, bienestar y felicidad.

No sorprende que la cabeza de la lista esté ocupada por los países nórdicos (Suecia, Dinamarca, Finlandia y Noruega) ni que Yemen, Sudán del Sur y Somalia cierren la clasificación global. En lo que respecta a nuestro vecindario, los mejores son Uruguay y Chile (29 y 32, respectivamente) y los peores, Venezuela (147) y Haití (148). Colombia aparece en la triste posición 81, un poco por debajo del promedio suramericano, en una región donde todos los países mejoraron salvo Brasil y Venezuela.

Los insultos, las descalificaciones, las amenazas, las jugaditas y las triquiñuelas −a las que por desgracia nos hemos acostumbrado− ocupan el espacio que antaño llenaban los debates, las propuestas y la sensatez; se convirtieron en el denominador común de esta superficial campaña electoral y tienen un impacto nefasto sobre la paz positiva de Colombia. En la medida en que permitamos el dominio de los demoledores de futuro estaremos renunciando a la responsabilidad de convertir nuestros buenos comportamientos en hábitos, estos en costumbres colectivas y ellas en cultura, para lograr el anhelo de vivir en un país mejor.

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