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Analistas 04/04/2020

Nuestro rumbo

Gustavo Moreno Montalvo
Consultor independiente

La vida surgió en la Tierra hace casi 5.000 millones de años: moléculas compuestas por carbono, hidrógeno, oxígeno, fósforo y otros elementos conformaron con proteínas, lípidos, carbohidratos y ácidos nucleicos individuos que nacen, crecen, se reproducen y mueren bajo los patrones de su respectiva especie, con creciente complejidad. Fenómenos climáticos drásticos impulsaron cambios; quizá el más notable para nuestra especie fue el oscurecimiento de la atmósfera por la caída de un meteorito hace 65 millones de años, cuya consecuencia fue la extinción de casi todos los saurios y la apertura de espacios privilegiados en la cadena alimentaria para los mamíferos. Los primates accedieron a visión con color, y pasaron de hábitos nocturnos a diurnos, quizá como consecuencia de selección natural.

Hace 7 millones de años antropoides y homínidos se separaron de manera definitiva, y hace solo 300.000 surgieron los primeros miembros de nuestra especie. Hace unos 70.000 años ocurrió el gran salto: homo sapiens desarrolló el lenguaje con posibilidad de reproducir episodios reales o imaginados, y así aludir a pasado y futuro. Ninguna otra especie conocida, excepto tal vez homo neanderthalensis, con quien evidencia cruces el genoma humano, ha tenido esta herramienta, de la cual surgiría la conciencia subjetiva, que permite construir ideas complejas para lograr bienestar, pero también guerras y pasiones innobles.

Cambios de temperatura facilitaron la agricultura hace unos 10.000 años, y con ella la acumulación de inventarios y la urbanización. Se construyeron imperios. El colapso de Roma a finales del siglo quinto, tras once siglos de vida política, abrió espacio a unidades fragmentadas en Europa, con autoridad moral independiente, centrada en la iglesia. Occidente expandió su ámbito al resto del mundo, primero con propósitos económicos y después políticos, a partir del siglo quince.

Sin embargo, hasta la revolución industrial, que comenzó en Inglaterra a fines del siglo dieciocho y en Europa y EE.UU. en la primera mitad del siglo diecinueve, el sistema productivo del mundo fue agrario y el comercio internacional más bien marginal. Hoy la mayoría de los humanos es urbana, y las tecnologías impulsan el proceso de manera sostenida. Entre tanto, la población del planeta se multiplicó por diez en un cuarto de milenio, y la combustión de hidrocarburos amenaza con producir perturbaciones ambientales de consecuencias desastrosas.

En consecuencia, la libertad como propósito debe reconocer la viabilidad ambiental como restricción de primer orden para el esquema económico a aplicar, a su vez obligado a ofrecer flexibilidad para atender propósitos sociales diferentes según la fase de los procesos de convivencia relevantes: hoy aumenta la productividad del capital con inteligencia artificial y con ella la desigualdad, las instituciones son inadecuadas y toda la humanidad debe acumular capital para atender la extensión de la vida mucho más allá de su fase productiva. Si los procesos públicos y sus ámbitos se rediseñan para hacerlos más eficientes, aparecerán nuevos retos. Será preciso proteger los derechos fundamentales frente a amenazas derivadas del control de tecnologías, facilitar la movilidad del trabajo a lo largo del planeta y enriquecer el ámbito cultural para proteger el legado de la historia. Después vendrán nuevos ajustes, hoy difíciles de anticipar.

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