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En Colombia hemos permitido que la ficción gobierne. Lo que hoy estalla con la inclusión de Verónica Alcocer en sanciones internacionales no es un chisme marital: es la evidencia de una mentira de Estado. El presidente Petro dijo que están separados “hace años”. Sin embargo, esa separación sólo aparece en el discurso cuando la presión externa lo obliga. En lo jurídico y, sobre todo, en lo presupuestal, la “pareja presidencial” seguía operando como si nada. Y eso tiene consecuencias graves para la ética pública.
La función pública exige coherencia entre la realidad y la representación del cargo. El Presidente admite separación de hecho, pero su cónyuge mantuvo funciones, viajes y presencia protocolaria como primera dama. En conclusión: se usó una ficción personal para sostener privilegios públicos que rayan en lo ilícito y ni quitándonle la “i” se ve lícito.
Aquí no estamos hablando de moralidad conyugal, sino de responsabilidad penal y administrativa. Si se emitieron actos administrativos que conferían funciones o viáticos a quien ya no tenía sustento real en ese rol, estamos frente a potenciales prevaricatos. Si se dispusieron recursos públicos para viajes o excentricidades basados en una verdad inexistente -el vínculo efectivo como cónyuge en ejercicio del rol estatal- hablamos de posible peculado.
El problema no es que una relación se rompa. El problema es usar el matrimonio como pantalla institucional cuando conviene y como escudo cuando estalla la controversia. Decir “el vínculo legal existe” puede ser jurídicamente correcto, pero éticamente es un eufemismo cínico cuando la verdad de fondo es otra: la ruptura se ocultó mientras el Estado siguió financiando una representación de pareja presidencial que ya no existía.
Lo más doloroso es la repetición del patrón: “yo no lo crié” con Nicolás Petro; “estamos separados” con Verónica Alcocer. Una y otra vez, el presidente se deslinda de aquello que lo compromete. Como si la responsabilidad se pudiera soltar con una frase. Como si lo público fuera desprendible del comportamiento privado cuando ya no sirve.
Aquí se manifiesta la fractura que más daño hace a una democracia: cuando el líder miente con naturalidad, la mentira se normaliza en el poder. Porque si el jefe del Estado se permite esa incoherencia, ¿qué queda para la cadena institucional que lo sigue? Lo público no se sostiene sobre apariencias: se sostiene sobre verdad y coherencia. La primera dama es una figura discutible, sí. Pero mientras exista, debe sustentarse en una realidad verificable. De lo contrario, lo simbólico se vuelve botín.
Esto no es anecdótico. No es farándula. Es un síntoma del desprecio por la transparencia. Y ahí entra el ciudadano. Porque la pregunta final no es si siguen casados o no. La pregunta es: ¿Hasta cuándo vamos a permitir que el poder se soporte en ficciones que pagamos todos?
El voto no es una foto en redes. Es un acto de control. Es recordarle al poder que el Estado no es su escenografía emocional. Que la institucionalidad no es utilería. Que la confianza pública tiene un costo espiritual enorme: se rompe una sola vez y se tarda generaciones en reconstruirse. Si aceptamos que la mentira se use para mantener privilegios, nos convertimos en cómplices silenciosos de la degradación institucional. Es hora de mirar de frente el problema: no se puede gobernar un país desde la incoherencia. La democracia no muere por un escándalo. Muere cuando dejamos de indignarnos.
Lo bueno de este panorama es que los gritos de Petro en su cuenta de X -o en sus desatinados discursos- ya no los escucha nadie. Su voz empieza a desaparecer
Si la fuerza laboral se reduce, la tasa cae aunque el país no esté generando trabajos nuevos o decentes. Eso es lo que vivimos. La Tasa Global de Participación descendió hasta 63.9% en octubre
“Aquellas empresas que se relajen al mundo menguante de los bienes y servicios quedarán irrelevantes. Para evitar este destino, debes aprender a montar una experiencia rica y cautivadora”. B. Joseph Pine II