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Analistas 09/10/2021

Soy un perdedor

Germán Eduardo Vargas
Catedrático/Columnista

Hace mucho tiempo, antes de la internet y los teléfonos celulares, muchos adolescentes o adultos jóvenes cantaban el estribillo “soy un perdedor” (Loser, Beck); pegajoso, ese aparente sinsentido lleva décadas resonando, tal como el desgastado neoliberalismo.

Anecdótico, aquel artista sobrevivía del rebusque; con mucha suerte improvisó semejante éxito, cuya calidad es propia de esa cultura pop que idolatra a personajes como Maluma o Epa Colombia, quienes reproducen contenidos trastornados. Convertido en fenómeno viral, ese tema parecía un himno de la Generación X, que sin saberlo estaba destinada a ser la bisagra de la modernidad (tal como la clase media o sándwich).

Hoy la catalogan como «geriatric millenial», etiqueta que resulta coherente con su realidad, pues fusiona los dolores del crecimiento con los achaques. Los perdedores están de moda, pues algunos cosecharon la reconstrucción del Plan Marshall o el Estado de Bienestar, y destruyeron ese legado o tacharon en su testamento a la Generación X, «Y sus descendienteZ», jurando que la supremacía del capitalismo auguraba que todos serían «ganadores»: ¡trabajen vagos!

Dado que sus ancestros valoraban los «cartones», mientras tumbaban el Muro de la Vergüenza, muchos se empeñaron en acumular títulos. Sin embargo, el tesoro del saber se devaluó; la calidad de la educación tiende a depreciarse, y su costo-beneficio es cada vez más insostenible. Paradójicamente, todo fue obra maestra de la tecnocracia, en la inhumana era del conocimiento.

El neoliberalismo ocultó sus intenciones tras ese prefijo de novedad, y sus luminosas promesas de anarquía evolucionista. Ese discurso conquistó a los jóvenes, quienes crecieron programados leyendo cuentos de Disney, o jugando videojuegos y Monopoly; ahora, a diferencia de aquella canción que de tanto anunciar a un perdedor terminó convirtiéndose en éxito, las imágenes de bienestar publicadas mediante Facebook probablemente sean falsas.

Condicionadas, las garantías laborales son el trabajo doméstico (o de cuidados) no remunerado, el precario subempleo o la inestable independencia freelance. El estancamiento salarial afianzó el escalamiento de las deudas, y la idea de aspirar a una pensión parece tan absurda como la de tener vida y muerte dignas.

El fenómeno “perdedor” predomina en cada rango etario, y también dejó de ser problema de raza o género. Además, los ganadores renunciaron a ser genuinos y buenos, eligiendo actuar como villanos que procuran poderes u ostentan bienes, mientras sacrifican a su generación: la más malhadada de la historia (The unluckiest generation in U.S. history, 2020).

Mal denominadas, entre las empresas certificadas como Great Place To Work o B-Corp, pocas son interesantes y la mayoría nada impresionantes, cuando se trata de salvar empleos o rescatar a la humanidad. Entre tanta corrupción, la “economía colaborativa” parece “miseria compartida”, y quienes suscriben contratos laborales fungen como Peter Pan, para quienes los ingresos nunca crecen, por lo que permanecen tan reprimidos como apegados.

Sin mucho que perder, ante esas aberrantes o indignas condiciones, los perdedores transitan desde la “Gran Huelga” hacia la “Gran Renuncia”. Entretanto, abandonado por el Estado, el pasado 8 de octubre se conmemoró otro Día Mundial de la Salud Mental.

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