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Desde hace meses, diversas entidades -calificadoras de riesgo, organismos multilaterales, comités técnicos independientes- advierten sobre la creciente fragilidad fiscal de Colombia. La alerta de Moody’s, aunque emitida en abril, no fue un episodio aislado. Fue apenas un eco temprano de una bomba fiscal que sigue creciendo en silencio, mientras el país está distraído en otros frentes.
Primero, porque el deterioro fiscal no se ha contenido. El déficit fiscal en 2024 cerró en 6,8% del PIB, por encima del techo de 5,6% del Marco Fiscal de Mediano Plazo. El panorama para 2025 no es mejor: la deuda pública ya supera 60% del PIB, y los intereses representan 16% de los ingresos del gobierno central. El Comité Autónomo de la Regla Fiscal, Carf, estima que se necesita un ajuste de $46 billones. Hasta hoy, no hay un plan serio del Gobierno para lograrlo.
Segundo, el desajuste ya afecta la economía real. El costo de la deuda ha subido, presionando el Presupuesto Nacional y forzando recortes en inversión. Las tasas de interés altas limitan el crecimiento, y el dólar retoma una tendencia al alza que refleja desconfianza. La ciudadanía puede no ver el déficit, pero sí siente el frenazo en obras, la falta de recursos y la incertidumbre en el bolsillo. El gasto social se contrae, mientras la burocracia y los programas ideológicos se mantienen.
Tercero, los mercados no han soltado el tema. Informes de J.P. Morgan, Fitch Ratings, Bbva Research y Bancolombia advierten que las metas fiscales de 2025 son poco realistas. Fitch y S&P ya califican a Colombia por debajo del grado de inversión, y Moody’s -la única que lo conserva- mantiene perspectiva negativa. No se trata de una crítica ideológica: es una advertencia técnica reiterada. La desconfianza crece con cada nuevo dato, cada improvisación.
Cuarto, el momento político hace aún más urgente la discusión fiscal. En medio del caos de escándalos, reformas ideológicas y crisis institucionales, el desorden fiscal es el corazón del problema. La salida del ministro de Hacienda, Diego Guevara, por diferencias internas, reflejó la fractura dentro del Gobierno y envió una señal clara: no hay norte fiscal. El gasto se decide más por cálculo electoral que por sostenibilidad. Se pospone lo difícil, se reparte lo fácil.
Quinto, la opinión pública aún no dimensiona la gravedad de lo que está ocurriendo. La bomba no ha estallado del todo, pero sigue creciendo. Y cuando lo haga, el país pagará el precio en forma de inflación, menor inversión, pérdida de credibilidad y deterioro social. Las señales están ahí, pero el Gobierno insiste en ignorarlas. Las consecuencias no se verán en titulares inmediatos, pero serán profundas: menos empleo, más pobreza, mayor vulnerabilidad.
La bomba fiscal no es una metáfora exagerada: es un riesgo real, documentado y creciente. Persistir en la negación, maquillar cifras o metas no solucionará nada. Lo que se necesita es liderazgo, rigor técnico y compromiso institucional con la sostenibilidad macroeconómica. Pero este Gobierno parece más cómodo con el ruido que con la responsabilidad.
Colombia aún puede evitar que esta bomba estalle. Pero cada semana que pasa sin actuar es un paso más hacia el punto de no retorno. Y cuando llegue, no será por falta de advertencias.
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