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Don Ernesto enseñaba filosofía en décimo grado, en un colegio distrital del occidente de Bogotá. Nunca usó PowerPoint ni proyectores: su voz, una tiza y el tablero le bastaban para mover mundos y abrir mentes. “No quiero que me repitan -decía mientras caminaba entre los pupitres-, quiero que me contradigan con argumentos”. Y lo hacían. Sus estudiantes aprendían a pensar, a dudar, a preguntarse por qué. Cuando se jubiló, hace apenas unos años, pocos recordaban los nombres de las teorías que enseñó, pero todos coincidían en algo: gracias a él, entendieron que pensar era una forma de libertad.
Hoy, mientras escribo estas líneas, es el Día del Maestro en Colombia, una fecha que debería invitarnos no solo a agradecer, sino también a repensar profundamente el rol de quienes enseñan en un mundo cada vez más incierto y acelerado. Porque si el futuro cambia, también debe cambiar la forma en que lo preparamos desde las aulas.
Según el más reciente informe de Deloitte (AI is revolutionizing work, 2025), la inteligencia artificial ya no es una promesa: es el nuevo contexto. Está redefiniendo los empleos, las habilidades y las organizaciones. Para sobrevivir -y prosperar- no basta con saber usar tecnología; hay que desarrollar aquello que nos hace humanos: pensamiento crítico, juicio ético, resolución de problemas, creatividad y empatía.
La Oecd (2023) lo confirma en su iniciativa sobre IA y habilidades del futuro: las competencias más necesarias no son técnicas, sino cognitivas y adaptativas. Sin embargo, como advierte el famoso filósofo y pedagogo español José Antonio Marina, muchos jóvenes llegan a la universidad y luego en muchos casos al trabajo sin capacidad para sustentar sus ideas, sin entrenamiento en pensamiento complejo, sin habilidad para lidiar con la contradicción o la duda.
¿De quién es la culpa? No solo de los jóvenes. Es del sistema que los ha educado para repetir respuestas, pero no para formular preguntas. Un sistema que premia la memorización y castiga la divergencia. Un sistema que aún cree que enseñar es dictar.
La Unesco (2022) propone Re imaginar la educación como un nuevo contrato social, donde aprender no sea solo adquirir información, sino formar la conciencia, la autonomía y la capacidad de anticipar. Esto exige cambios profundos: en la pedagogía, en los métodos, en los espacios, en los valores que transmitimos.
En este nuevo escenario, el maestro no desaparece: se vuelve más esencial que nunca. Porque en un mundo donde las máquinas resuelven operaciones, necesitamos personas que sepan razonar y crear. Porque en un mundo de algoritmos, precisamos de ciudadanos que sepan pensar éticamente. Porque en un mundo donde la IA genera textos, requerimos lectores críticos capaces de discernir, de cuestionar, de imaginar mundos nuevos, mundos mejores.
Como plantea el Foro Económico Mundial (2025), la educación del futuro no es solo técnica ni digital: es profundamente humana. Y para lograrla, necesitamos docentes capaces de construir experiencias cognitivas, emocionales y éticas. Pero para eso, hay que dignificarlos, formarlos, acompañarlos. Invertir en los maestros es invertir en el futuro.
Más aún: debemos rediseñar los entornos educativos. No basta con poner tablets y pizarras digitales. Debemos construir escuelas que sean laboratorios de pensamiento, de empatía, de colaboración. Espacios donde los jóvenes puedan equivocarse, debatir, crear y entender que el conocimiento no es una meta, sino un camino.
Volvamos a Don Ernesto. Su colegio distrital, sin grandes recursos, pero con docentes comprometidos, hoy aparece en los rankings más altos de calidad educativa en Bogotá y de todo el país. De allí han salido doctores en ingeniería, economistas, artistas, científicos y líderes sociales. Muchos de los mejores profesionales del país. Cuando se les pregunta por su origen y sus recuerdos de escuela, varios responden: “Yo aprendí a pensar con Don Ernesto”.
Quizás no haya mayor elogio para un maestro. Ni mejor promesa para un país que quiere construir un futuro más justo, más humano y más inteligente.
¡A todos los maestros de Colombia y Latinoamérica, gracias! Por formar no solo estudiantes, sino ciudadanos. Por ayudarnos a pensar, incluso cuando el mundo parece no tener tiempo para ello. Y por recordarnos, cada día, que enseñar también es un acto de esperanza.
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