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Analistas 09/06/2022

Stranger Things

Eric Tremolada
Dr. En Derecho Internacional y relaciones Int.

En las columnas del 03/09/20 y 29/04/21, advertíamos que cada vez era más frecuente utilizar populistas de cualquier tendencia ideológica, siempre que sean instrumentales al “orden” establecido por la respectiva élite que los aúpa. Esto que ya no escandaliza a nadie, es aceptado como la forma obvia de hacer política.

El establishment, entendido como un conjunto de personas, instituciones y entidades influyentes en la sociedad procura mantener y controlar el orden establecido, instrumentaliza un liderazgo que se funda en la sanción moral para despolitizar el conflicto social. El populista, única fuente legítima de autoridad moral y política, señalará que todos traicionan al “pueblo” que él encarna. Así, en una de las democracias más maduras del mundo, EE.UU., el Partido Republicano utilizó un líder “inmoral y peligroso” como Trump, en beneficio de sus intereses en los sectores de defensa, petróleo, gas y bancario.

Si no se comulga con los intereses del encarnado, se traicionan las aspiraciones del “pueblo”; de ahí que el populista, y los que están detrás, sin contemplaciones, censuren a todos los políticos, sus partidos y/o sus movimientos -a excepción de los que lidera el populista- porque son corruptos. Los funcionarios públicos son señalados de politiqueros o tecnócratas que desconocen la realidad, y los más favorecidos, tildados de arrogantes. Los académicos e intelectuales de abstractos y engreídos, y a los científicos, ¿quién los necesita?

Para cosechar votos no se necesita un programa, solo hay que recordar las frustraciones, inducir el miedo y estimular la incredulidad frente a las instituciones y, claro, insistir en que todos son corruptos. El populista no se cultiva, no es necesario haber leído aunque sea un cómic, ni tiene voluntad de aprender y si confunde un genocida con un genio, se disculpa sin sonrojarse y sigue su diatriba en la que menosprecia a las mujeres y valora a los pobres, que gracias a su pobreza, lo enriquecen.

Trump (EE.UU.) y Hernández (Colombia), creen que sus aciertos gubernamentales se fundaron en que son empresarios millonarios que saltaron a la política, y estos, al igual que Bukele (El Salvador) y Bolsonaro (Brasil), le otorgan un poder en la sombra a la familia (hijos, hermanos y otros). Familiares que, por cierto, toman decisiones privadas y públicas.

En campaña establecen un vínculo directo con el electorado, las redes sociales y frases huecas o mentirosas juegan un rol preponderante, Trump, en 2016, aseveró que entró a la arena política “para que los poderosos no puedan aprovecharse de quienes no pueden defenderse” y que había que “drenar el pantano”, Hernández dice que “sí se puede barrer nuestro congreso de politiqueros y corruptos” y que “donde nadie roba la plata alcanza”, como Bukele en 2020 cuando le decía al Congreso salvadoreño que “el dinero alcanza cuando nadie se lo roba”.

Un mesías investigado por corrupción, que repite hasta la saciedad “no robar, no mentir, no traicionar”, que personifica al “pueblo” está por imponerse en Colombia. Una vez alcance el poder “representando la voluntad general”, derruirá -así sea a golpes- los contrapesos del sistema liberal que le impidan ejercer su autoridad. Esto es lo que Habermas denomina “descomposición de estilo trumpiano” que, como Stranger Things, parece venir de un mundo paralelo sin ideas que debemos combatir.

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