En la columna del 23 de febrero, que titulamos “Primeras lecciones”, explicábamos que la coexistencia de relaciones entre estados soberanos, sin importar su nivel de poder y desarrollo económico, determina la primera estructura normativa del derecho internacional y explica como el Estado actúa libremente con fundamento en la soberanía en todo lo que no hay un consenso común. Libertad que favorece la satisfacción de intereses de los estados con mayor peso político y económico, sin perjuicio de que los de menor peso, siempre que impere la buena fe en las relaciones internacionales, puedan cristalizar reivindicaciones a través de los mecanismos no jurisdiccionales y jurisdiccionales de solución pacífica de controversias.
Colombia en los mares del caribe occidental, aprovechando su peso político y económico, en 1969, con el pretexto que brindó Nicaragua de unas posibles concesiones de explotación petrolera al este del meridiano 82, elaboró la tesis del meridiano como frontera marítima fundamentado en el Tratado Esguerra-Bárcenas de 1928.
Es decir, 41 años después de la suscripción de un tratado que versa sobre cuestiones territoriales y no marítimas -como un mago que saca un conejo del sombrero- argumentó la existencia de una línea fronteriza en el mar Caribe. El expresidente López Michelsen, en ese entonces canciller y autor de la teoría, era consciente de la debilidad de la misma y sabía que sería insostenible ante la Corte Internacional, de ahí que recomendó la opción de una negociación directa. Por el contrario, nos dedicamos a suscribir tratados de límites marítimos con terceros que reconocieran nuestra tesis para imponérsela a Nicaragua (EE.UU. 1972, Costa Rica, Haití y República Dominicana 1978, Honduras 1986 y Jamaica 1993).
Nicaragua, por su parte, declaró nulo el Esguerra-Bárcenas en 1980, y en 1999, luego de que Honduras ratificó el tratado de límites marítimos con Colombia, anunció que daba por agotadas las negociaciones directas y que acudiría a La Haya. Mientras tanto, los gobiernos del país se debatían entre el presunto respeto que siempre hemos tenido por el derecho internacional y garantizar el statu quo gracias a nuestro peso político y económico. Sin embargo, no superamos el debate, tanto que no optamos por la negociación directa y tampoco denunciamos a tiempo las declaraciones de aceptación jurisdiccional de la competencia obligatoria de la Corte, ni el Tratado de Bogotá.
Así, en 2007, con la sentencia que resolvió las excepciones preliminares que interpuso Colombia, perdimos -solo declararon nuestra soberanía sobre San Andrés, Providencia y Santa Catalina- y se estableció que el meridiano 82 no era una frontera marítima, precisando además, que se iba a resolver en el fallo de fondo sobre los territorios restantes. Lo que sucedió en 2012 fue, por un lado, un triunfo, pues nos reconocieron la totalidad de los territorios y, por el otro, como una consecuencia obvia de lo dicho en 2007: se definió la frontera.
No es sano para el país seguir exaltando el patriotismo fanático. No enfrentamos una estrategia expansionista sino una reivindicación jurídica que prosperó porque el derecho, en el asunto de la frontera marítima, estaba del lado nicaragüense. Por el contrario, no prosperará la pretensión de la plataforma continental extendida, no solo porque en este asunto si nos servirá no ser Estado parte de la Convención del Derecho del Mar, sino porque tampoco existe una costumbre internacional en esta materia.