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La educación superior atraviesa una transformación profunda, marcada por la convergencia -y, frecuentemente, la tensión- entre la didáctica tradicional y las nuevas pedagogías impulsadas por las tecnologías de aprendizaje. No se trata simplemente del tránsito de lo análogo a lo digital; es, sobre todo, una invitación a replantear el corazón mismo de nuestras prácticas educativas y avanzar decididamente hacia un modelo centrado en el estudiante, con base en los principios de la pedagogía reflexiva. Tenemos el desafío -y la oportunidad- de reinventar las prácticas pedagógicas que contribuyan a expandir las capacidades de los estudiantes para adquirir conocimientos por sí mismos, remover impedimentos para vivir una vida plena y que sean capaces de resolver los problemas apremiantes de nuestra sociedad.
Recordemos cómo era el aula universitaria tradicional: un profesor con tiza o marcador en mano y un tablero colmado de apuntes, mientras los estudiantes tomaban notas y luego complementaban su estudio con libros, que, por lo escasos debían reservar con anticipación o consultar en grupo. La escena se repetía de una clase a otra: se borraba el tablero y se empezaba a llenar de nuevo, en un ciclo que reprodujo la educación centrada en la transmisión de contenidos, con un acceso limitado al conocimiento del instructor y una fuerte dependencia del espacio físico.
Hoy, ese paradigma ha cambiado radicalmente. Los encuentros se desarrollan en ambientes híbridos que combinan presencialidad con entornos digitales. Herramientas como Moodle, Blackboard, Zoom, Teams, Padlet o Kahoot, junto con la irrupción acelerada de la inteligencia artificial, la realidad virtual y aumentada están contribuyendo al rediseño de las experiencias educativas valiosas. La clase ya no empieza necesariamente cuando el profesor entra al aula, sino cuando el estudiante accede a una plataforma donde encuentra recursos, artefactos digitales, tareas, foros de discusión y espacios de colaboración -diseñados y puestos a su disposición con antelación- que le permiten aprender de manera activa, asincrónica y personalizada.
Pero esta transición va mucho más allá del uso de nuevas herramientas. Implica una transformación cultural en la manera en que entendemos la educación. No se trata de digitalizar las prácticas de la enseñanza tradicional, urge innovar desde la pedagogía. Exige un rediseño curricular, la formación continua de docentes y estudiantes, y la disposición de las universidades para invertir, no solo en infraestructura digital, sino en capacidades humanas para la apropiación crítica de las tecnologías de aprendizaje.
Este cambio no es opcional. En un país como Colombia, donde la inequidad en educación aún no se resuelve, adoptar un enfoque pedagógico y tecnológico moderno puede significar la diferencia entre la exclusión y la oportunidad. Las universidades tenemos el deber de liderar esta transición, promoviendo un modelo de educación más flexible, incluyente y situado, de cara a los desafíos del presente y del futuro.
Modernizar la educación superior no significa renunciar a sus valores esenciales, sino hacerlos más accesibles. El cambio tecnológico y pedagógico como aquí se plantea, permitirá elevar la calidad de la educación superior, y a su vez, ampliar el acceso, expandir las capacidades humanas y cerrar las persistentes brechas de inequidad.
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