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La radicación del Proyecto de Presupuesto General de la Nación para 2026 (PGN‑2026) representa un nuevo peldaño en la escalera descendente del deterioro fiscal en Colombia. Lejos de corregir el rumbo, este presupuesto profundiza desequilibrios estructurales en un contexto ya marcado por déficits elevados, crecimiento de la deuda y una alarmante pérdida de credibilidad institucional.
El aumento del gasto proyectado -un 4,6% real frente al año anterior- desdice el compromiso de austeridad fiscal contenido en el Marco Fiscal de Mediano Plazo, Mfmp, publicado apenas semanas atrás. La inconsistencia entre estos dos documentos, por segundo año consecutivo, no es un error técnico menor: es un síntoma preocupante de la desarticulación del aparato fiscal del Estado.
El Comité Autónomo de la Regla Fiscal, Carf, ha sido enfático: no hay justificación sólida para un incremento de $18 billones en el gasto primario entre el Mfmp y el PGN. Además, la fuente principal de financiamiento es una mezcla poco convincente de supuestos de mayor recaudo tributario, esfuerzos anti-evasión de la Dian y una incierta reducción de pagos por intereses. Todo ello se enmarca en un déficit fiscal total que permanece en 6,2% del PIB, con un déficit primario que se eleva a 2%, lo cual agrava la sostenibilidad de la deuda.
Los ingresos tampoco cuadran. Las metas tributarias del PGN‑2026 son ambiciosas hasta el delirio: presionar un aumento de la carga tributaria del 14,4% del PIB observado en 2024 a 17% en 2026 requiere no solo una reforma fiscal estructural, sino un milagro administrativo. Con un faltante cercano a los $39 billones, lo que tenemos no es un presupuesto responsable, sino una ilusión contable que se apoya en supuestos difíciles de materializar.
Y no es solo un problema de cifras. Es también -y quizás, sobre todo- un problema de institucionalidad. La erosión del andamiaje fiscal construido desde la Ley de Responsabilidad Fiscal de 2003 no ocurre de un día para otro. Se ha dado por acumulación: reformas impositivas contraproducentes, activaciones recurrentes de la cláusula de escape, estimaciones de recaudo que no se cumplen, y ahora, presupuestos que no respetan los lineamientos del Mfmp.
Aquí es donde entra con fuerza la estrategia del presupuesto de caja, como señalé en mi columna publicada en este mismo periódico, se requiere gastar solo lo efectivamente recaudado, ni un peso más mientras no se verifiquen los ingresos reales. Esta disciplina elimina el margen de error por sobrestimaciones y actúa como un cortafuegos ante usos clientelistas del presupuesto, particularmente en años preelectorales como 2026.
El riesgo político de financiar gasto público con deuda, sin respaldo sólido en ingresos permanentes, no es menor. Se configura un escenario donde el presupuesto se vuelve un instrumento electoral antes que un plan financiero responsable. Y ese desvío es especialmente grave cuando la deuda pública se aproxima a niveles históricos de 63% del PIB, cifras solo vistas en momentos de crisis.
A todo esto, se suma una narrativa presidencial que persiste en errores conceptuales: minimizar los efectos de incrementos del salario mínimo sobre la inflación y el desempleo, negar compromisos financieros con vigencias futuras en infraestructura y presentar argumentos climáticos vacíos para justificar el retroceso del sector minero-energético.
En este escenario, la siguiente administración (2026-2030) no heredará un terreno fiscal firme, sino un campo minado. Corregir el rumbo exigirá decisiones políticamente difíciles: reducir inflexibilidades del gasto, replantear el sistema pensional y hacer una verdadera reforma tributaria que elimine exenciones regresivas y amplíe la base gravable en renta e IVA. Pero eso será mañana. Hoy, lo urgente es llamar las cosas por su nombre: el PGN‑2026 no es responsable ni prudente. Es, lamentablemente, otra estación en el viaje hacia la pérdida total de credibilidad fiscal.