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Las inversiones en educación se han justificado siempre desde el punto de vista económico porque no importa quién las haga, todos ganamos. Algo equivalente debería suceder con la gestión de la biodiversidad, pero aún no hemos llegado a tener esa conciencia, ni siquiera a nivel local: la familia más pobre y vulnerable del mundo sabe que estudiar permite superar ambas condiciones, pero no necesariamente que cuidar la salud del suelo, de los bosques, los humedales o el océano le garantiza la vida y el bienestar. No hay economía de la biodiversidad porque no valoramos los beneficios que derivamos de ella, mucho menos la eficiencia de las inversiones requeridas para protegerla, calculadas en poco más de US412 billones solamente para Latinoamérica y el Caribe, y hasta 2030, según estimaciones de la CAF, Corporación Andina de Fomento, para la COP 16.
¿Qué ganamos con cada peso utilizado en biodiversidad? Muchas cosas, nos dicen los economistas que saben de ecología y de los efectos positivos de producir bienes públicos. La más importante, evitar desperdiciar dinero en reparar las funciones vitales de las cuales depende la salud humana, animal y vegetal: con menos biodiversidad, más alta la probabilidad de pandemias, por ejemplo, ya que los agentes infecciosos tienen mayor oportunidad de atacar poblaciones o especies vulnerables; hay menos controles “naturales”. Sin embargo, valorar los beneficios de algo con base en cálculos de la probabilidad de ocurrencia de eventos no es suficiente, nos dicen las compañías de seguros, que irán aumentando el valor de las primas a medida que el deterioro se haga evidente, pero que no pueden constituir fondos para afrontar niveles tan difusos de incertidumbre: no hay manera de reemplazar la infraestructura selvática del país. Surge entonces la necesidad de valorar los aportes de la funcionalidad ecológica al bienestar, teniendo en cuenta que nunca es estática, el gran error de quienes creen que hay una madre naturaleza dadivosa o castigadora. La funcionalidad ecológica es producto del diseño del territorio, que a su vez proviene de la experiencia biocultural de la sociedad, sintetizada en premisas que pueden ser ancestrales o muy recientes.
¿En qué se invierte entonces cuando se invierte en biodiversidad? El gesto básico sería en preservarla, toda, por derecho. Pero con esa premisa acabamos desperdiciando millones en medidas más religiosas que científicas, al desconocer las escalas y formas de operar los sistemas complejos. El gesto correcto es orientar los recursos financieros, siempre requeridos en otras tareas, en garantizar la funcionalidad ecológica de los territorios y evaluar los beneficios, no necesariamente monetizados, pero si suficientemente claros y explícitos como para no generar sistemas de pago que se convierten en subsidios irreversibles e incentivos perversos en manos de la demagogia. Hablamos de invertir en protección eficiente de los nacimientos de agua, en descontaminación de los ríos fecales, en protección del hábitat silvestre de los polinizadores, en financiación de jardines botánicos y zoológicos como bancos de germoplasma o en áreas protegidas (no necesariamente declaradas) donde es evidente que se protegen grandes procesos evolutivos ligados, sobre todo y aunque no se vea, a los microorganismos.
La conservación es una actividad económica fundamental en cualquier sociedad. Debe ser eficiente, pues sin ella nos quedamos sin lulo y chontaduro, y la COP no hubiese sido la misma. Gracias a Cali, de paso, por acogerla, la ciudad, su gente y su biodiversidad se lucieron ¿Será que declaramos el modo “COP biodiversidad” permanente como el mejor sistema administrativo de nuestras ciudades?
El ciudadano común nunca las relaciona con el salario mínimo, pero vive sus consecuencias. Por ejemplo, puede complicar lograr la pensión para algunos Colombianos
Fue un milagro: todos trabajaron sin vanidad. Decidieron como primera conclusión apoyar con convicción a la policía y al ejército para volver seguro todo el país. Luego se pusieron de acuerdo en que la economía exige atención