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Se dice que el factor más crítico para el desarrollo de ciudades con amplios espacios verdes es el costo del suelo urbano, que hace ineficiente el gasto en otra cosa que no sea “cemento”. Los mercados valoran financieramente esta renta con base en las preferencias de las personas para habitar o trabajar en zonas con buena infraestructura de servicios, movilidad, seguridad y, eventualmente, paisaje. Los avalúos miden la calidad del centímetro construido, que debe reflejar el esfuerzo hecho en minería, comercio, tecnología y trabajo para producirlo. A esta escala, sin embargo, es imposible capturar el valor que le añadieron los procesos ecológicos que lo hicieron posible (huella ecológica) y tampoco la eventual plusvalía derivada de su nueva inserción en un ecosistema artificial y poco comprendido como tal, la ciudad.
En “The Economy of Green Cities: A World Compendium on the Green Urban Economy” (R. Simpson y M. Zimmermann, 2013) se puede acceder a propuestas de ajuste para una economía del desarrollo urbano sostenible con diversas aproximaciones. La más importante corresponde a la valoración integral de las preferencias sociales en la escala adecuada: la gente habita la ciudad a plenitud, no unos cuantos metros de infraestructura. Al ampliar la escala de análisis, cambia toda la teoría del bienestar, pues no es la propiedad la que satisface, sino el disfrute del hábitat, el buen vivir. Y el hábitat humano está mal diseñado y a menudo, perversamente habilitado: educados como autistas, no apreciamos el poder colectivo de crear y compartir un bosque o un humedal. En cambio, nos hacemos matar por el primer árbol o charco que se nos cruza; la paradoja del ambientalismo urbano.
La evidencia de que los costos de las áreas verdes son financieramente viables incluso en los suelos más caros del mundo está a la vista hace décadas: Central Park en Nueva York o el Bosque de Chapultepec en Ciudad de México, construidos con recursos públicos y privados. Se hicieron y se mantienen, como las grandes catedrales, gracias a una variedad de mecanismos de transferencia de plusvalía del suelo urbano. Así, aprendemos a diseñar paisajes urbanos definiendo niveles de control de lo silvestre y estrategias combinadas de gestión que amplían la resiliencia de las ciudades del futuro. Ingeniería de ecosistemas, rentable y sostenible.
Detrás de las grandes áreas verdes urbanas hay mucho más que el cálculo del costo/beneficio monetizado del metro cuadrado, pues muchos de los beneficios que se obtienen son difíciles de cuantificar. Estos incluyen mejores condiciones de salud física y mental, capacidad de convivencia y disfrute colectivo y recreación y desarrollo compartido de actividades culturales a gran escala. Paz, en una palabra. Paradójicamente, ni la biodiversidad ni sus servicios han sido consideradas como componente fundamental en el diseño de estas áreas: el Parque Simón Bolívar en Bogotá es bonito pero casi estéril, pues la frontera entre lo silvestre y lo doméstico ha sido trazada con alambre de púa en muchas mentes y sociedades. El resultado, la declinación paulatina y persistente de la calidad del hábitat, el empobrecimiento.
Las ciudades de millones de habitantes y miles de dólares por metro cuadrado construido requieren invertir esfuerzos y sumas equivalentes en infraestructura silvestre si quieren persistir unas décadas más y preservar o incrementar el bienestar de sus habitantes. Por eso hay que reconocer y manejar la plusvalía verde a la escala adecuada: enriquece la vida urbana.