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El derecho a la protesta ciudadana se ha convertido en un hábito social y está perdiendo efecto, pues el país se acostumbró a vivir de paro en paro
La protesta social en Colombia se convirtió en paisaje. El paro de pilotos se mezcla en Bogotá con las protestas de taxistas, mientras los indígenas del Cauca vuelven a ocupar la carretera Panamericana para pedir más tierras, al tiempo que los tenderos en Barranquilla salen a las calles para exigir la cancelación del Código de Policía. Y casi en silencio una docena de municipios le exigen a la Registraduría consultas locales para oponerse a la minería, a la extracción de carbón, de petróleo y otros minerales.
A esa olla a presión social se le deben sumar cientos de consultas previas solicitadas en todos y cada uno de los proyectos de infraestructura en etapa de diseño como vías, puentes, túneles y hasta sistemas de riego. En pocas palabras vivimos en un país en constante pie de lucha por cuanta cosa ocurra y afecte el libre funcionamiento de la sociedad y el mercado. Hay unas regiones más agitadas que otras, pero todas tienen como epicentro a Bogotá, en donde no duran limpios los muros, las persianas de los negocios ni los separadores de las vías, pues son atacados con las típicas pintadas en aerosol que hablan a gritos de los temas que reclaman.
El país se acostumbró a vivir de paro en paro, de protesta en protesta y de agresión en agresión. Muchas de las reivindicaciones o reclamos son justos, otros irracionales mientras que la inmensa mayoría tienen contenidos y fines políticos, gracias a la época electoral que se avecina y que amenaza convertirse en una de las más calientes de los últimos años. El país político, económico y social se ha acostumbrado a vivir en “modo agitación”; los líderes de éstos movimientos sociales no conocen nuevas fórmulas de convocatoria distintas a la protesta, a la agresión en contra de los comercios y el espacio público. La economía pierde más de un punto del PIB anual en los crónicos paros de maestros, camioneros, taxistas, campesinos y todo el abanico de consultas previas, más aún por quienes se oponen a la minería o la extracción petrolera en municipios que históricamente han devengado regalías por éstos conceptos.
Es insensato protestar en contra del Estado por el olvido en la construcción de vías y al mismo tiempo negarse a pagar un peaje. Gran parte de la responsabilidad de este agite social se debe a los ministros de turno que calmaron, apaciguaron o compraron la suspensión de protestas con falsas promesas políticas y compromisos bajo la fianza del presupuesto nacional. La realidad ha demostrado que cuando un funcionario se enfrenta a una comunidad que reclama vías, salud, educación, subsidios, tierras (todas inversiones a largo plazo y cuantiosas) no tiene más remedio que hacer compromisos falaces, pues es un empleado público de alta rotación que adquiere compromisos sobre los cuales no tiene responsabilidad en el tiempo. Un ministro no dura más de dos años en el cargo; un viceministro menos de 12 meses y un Presidente sólo cuatro años, son tiempos no sincronizados con las necesidades de las comunidades y es allí cuando sobrevienen la mentiras y los incumplimientos.
La protesta social es válida y tiene sentido cuando las soluciones son posibles; es más efectiva cuando no es manipulada y las reivindicaciones son racionales y todo tendrá juicio social cuando los funcionarios no dicen mentiras ni giran cheques sin respaldo.
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