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En aras de mejorar la calidad y pertinencia de la educación superior, además de garantizar el ejercicio pleno del derecho para acceder a ella, de establecer mecanismos de control estatal en la prestación de este servicio y de asegurar su viabilidad financiera, es necesario que en la discusión de su reforma se precisen el alcance y competencias de cada tipo de educación, ciclos propedéuticos y cadenas de formación.
Llama la atención que, para mitigar los efectos sociales de los altos índices de deserción y de desempleo de profesionales, el Gobierno, amparado en una ambigüedad en la Ley 119 de 1994, haya decidido otorgarle estatus de educación superior a los programas de tecnólogo del Sena, todo porque la educación formal por sí sola no podrá cumplir con las metas impuestas para cumplir con su política social en materia educativa.
La formación del Sena se debe orientar a lo determinado por su naturaleza y objetivos, y para lo que están destinados sus aportes parafiscales: formación intelectual, física, ética y espiritual del talento humano de la base de la pirámide ocupacional, con altos conocimientos tecnológicos y habilidades y destrezas técnicas que le permitan incorporarse productivamente al mundo de la vida y del trabajo. Y esto no se logra elevando el estatus del título.
La reiterada petición de los empresarios desde la discusión del texto de la Ley 119 de 1994 se debe precisamente al exceso de teorización y escasa formación práctica de los egresados del sistema educativo formal, que carece de la competencia operativa para la formación de esta mano de obra fundamental para el desarrollo productivo del país, y a la cada vez más cuestionadas calidad y pertinencia de los programas del Sena.
Si bien es cierto cada persona, independientemente de su condición social y formación inicial, puede y debe aprovechar todas las ocasiones y circunstancias para contribuir a la solución de los problemas sociales y productivos, como reflejo de la igualdad de oportunidades, esto no significa equiparar los tipos de educación, pues sus estructuras operativa y funcional son diferentes, y sus competencias, objetivos y alcances, diversos.
Ahora bien, si de lo que se trata es de garantizarle al egresado del Sena continuidad en la educación superior, lo viable es pensar en un mecanismo que permita evaluar y reconocer las competencias desarrolladas en cada tipo y nivel de formación, relacionados con los diferentes grados de responsabilidad de la escala productiva y establecidos en la Clasificación Nacional de Ocupaciones.
Así las cosas, es mejor para el país que el Sena dedique sus esfuerzos a mejorar la calidad de sus cerca de trescientos programas de tecnólogo, para lo cual debe empezar por revisar y actualizar su pertinencia con el sector productivo, pues a la par que sus rimbombantes nombres despiertan altas expectativas en los jóvenes, las posibilidades de ubicación laboral, una vez culminada su formación, son bajas.
Necesario igualmente es que desista de la ya arraigada costumbre de inflar las estadísticas para cumplir con las metas impuestas por el Gobierno, evidenciada en los hallazgos presentados por la Contraloría General de la República en su reciente informe de auditoría. Que muestre la cantidad real de las personas que culminan satisfactoriamente su proceso formativo, pues con mentiras poco se aporta al desarrollo del país.
Y que erradique de una vez por todas lo que tantas veces han denunciado las organizaciones sindicales sin que a la fecha haya sido desmentido por la administración: la politiquería, la corrupción y el clientelismo que desde hace varios años vienen haciendo su agosto en esta institución y que han contribuido al deterioro de la calidad de sus procesos formativos. En definitiva, para que la próxima reforma a la educación superior no termine en más de lo mismo, lo saludable es que el Sena y el Ministerio de Educación Nacional se preocupen por hacer bien lo que por ley a cada uno le corresponde.