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Quedó superado el capítulo de posesión del nuevo presidente de Venezuela. El viernes, bajo la mirada de muchos latinoamericanos desconfiados de la publicitada victoria de Nicolás Maduro, se dio el aval y reconocimiento por parte de la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur) al nuevo gobierno del país vecino. Con la singular decisión, respaldada en un documento declaratorio de cinco apartes, el bloque de gobernantes suramericanos legitimó un proceso rodeado de sombras. En respuesta a la decisión, la opinión pública criticó, sobre todo, a dos de sus protagonistas: Ollanta Humala y Juan Manuel Santos, presidentes de Perú y Colombia, respectivamente.
En el caso específico del presidente Humala, el reclamo por diversos e importantes sectores del país se hizo -y se sigue haciendo- sustentado en el servilismo que dejó entrever con el populismo chavista latinoamericano, al actuar decididamente -como presidente pro tempore- en el reconocimiento de una causa tan oscura y críticamente develada por múltiples fuerzas políticas, tanto de Venezuela como de la región. Juan Manuel Santos, por su parte, a pesar de haberse acomodado en una jugada diplomática rescatable para la bilateralidad con el país vecino, quedó mal situado, pues se le sigue entendiendo muy dócil frente a las irregularidades que en América Latina se presentan con el manejo de la democracia.
Las líneas de la declaración conjunta emitida por el bloque suramericano comprendieron los siguientes aspectos. Primeramente, “el Consejo de Jefes y Jefas de Estado y de Gobierno de Unasur (…) expresa su felicitación al pueblo venezolano por su masiva participación en la elección presidencial el 14 de abril último, que ratifica su vocación democrática y saluda al presidente Nicolás Maduro por los resultados de los comicios y su elección como Presidente de la República Bolivariana de Venezuela.” Con ello, Unasur se apresuró a otorgar legitimidad a un gobierno que no obtuvo su posición de manera transparente y que se ha negado a revisar 100% los votos depositados en las urnas por los electores. Además porque existen graves denuncias sobre la desaparición de tarjetas, tanto en áreas urbanas como rurales de Venezuela.
En segundo lugar, el documento instó “a todos los sectores que participaron en el proceso electoral a respetar los resultados oficiales de la elección presidencial emanados del Consejo Nacional Electoral (CNE), autoridad venezolana competente en la materia.” Se equivocan los gobernantes cuando asignan a Unasur la capacidad para este llamado. Y lo hacen porque a raíz de muchas denuncias se pudo constatar que el CNE actuó a favor del oficialismo, debiendo haber tomado una posición imparcial.
Un tercer parágrafo ratificó que “todo reclamo, cuestionamiento o procedimiento extraordinario que solicite alguno de los participantes del proceso electoral, deberá ser canalizado o resuelto dentro del ordenamiento jurídico vigente y la voluntad democrática de las partes”. Algo bien planteado sobre el papel, pero que se convierte en letra estéril, puesto que dicho ordenamiento dejó percibir vicios en el desarrollo de la jornada electoral y los días posteriores. Por último, en los puntos cuarto y quinto, la declaración hizo “un llamado a deponer toda actitud o acto de violencia”, mientras acordó “la designación de una comisión de Unasur para acompañar la investigación de los hechos violentos del 15 de abril de 2013”.
Lo que ha hecho Unasur como bloque es legitimar unas elecciones irregulares que pusieron a Nicolás Maduro al frente del Estado venezolano. Un evidente paso en falso, pues al adelantar tal acción validó lo mismo que tanto ha criticado: el oscuro manejo que las influencias externas hicieron de las democracias latinoamericanas.
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