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¿Cuánto del mundo ha quedado inmerso en el mal de las comparaciones?
Más de lo que pensamos. Vivimos en una época donde la comparación parece ser inevitable; se ha convertido en una forma cultural, un veneno silencioso que corroe por dentro y por fuera, trampa difícil de esquivar.
Cierto es que la naturaleza humana es comparativa, eso no es nuevo; lo nuevo es que pase de ser cierta especie de brújula a una forma de infeliz condena.
El sistema económico basado en el deseo, la educación orientada solo al rendimiento y la cultura del “más” han convertido la comparación en una competencia constante poco gratuita, pues sus efectos no son menores; el costo emocional de vivir en comparación se asemeja a vivir en deuda con nosotros mismos. Compararse desgasta, roba la paz, nos propone ver la vida como una carrera, una carrera que se corre sin sentido, tal vez con el único propósito de no quedarse atrás
Ahora bien, la comparación dejó de ser una sensación subjetiva o una práctica ocasional; hoy es casi que una conducta diaria, automatizada y masiva, y como si fuera poco, alentada por los algoritmos que gobiernan las redes sociales. Un estudio reciente de la Royal Society for Public Health en el Reino Unido encontró que 91% de jóvenes entre 16 y 24 años advierten que su relación con las plataformas aumenta ampliamente su ansiedad, inseguridad y sentimientos de inferioridad.
Y este, por supuesto, no es el único. Por otra parte, la neurociencia lo confirma cuando expone que la comparación activa la dopamina, pero a través de un efecto fugaz que se traduce rápidamente en inestabilidad, lo que invita al nuevo consumo e induce a la adicción, es decir, la ciencia ya ha comprobado, químicamente, que la comparación se ha convertido en un comportamiento adictivo que distorsiona la salud mental.
Es importante contener la comparación, y contenerla no significa ignorarla; consiste más bien en valorar el ritmo propio, celebrar las cosas singularmente, entender que no hay éxito más grande o más chico, que nadie puede ser mejor que uno, cuando uno es uno mismo y respeta sus tiempos y dimensiones.
Dijo alguna vez Theodore Roosevelt: “La comparación es la ladrona de la alegría”.
Advertencia sencilla, pero poderosa, que hoy cobra más vigencia que nunca, que además no señala la comparación en términos absolutos, pero sí advierte de su impacto emocional. Roosevelt entendía, como político y como ser humano, que cuando nos medimos constantemente, perdemos el norte de lo que somos y lo que sentimos; en consecuencia, tendemos a salir del presente, a distorsionar la percepción real de la vida y, lo que es aún peor, a anular la gratitud.
La comparación, en vez de inspirar, puede terminar descomponiendo el criterio de belleza, éxito, familia, empresa y ser. Nos ensombrece en lugar de iluminarnos.
Si la comparación nos está robando la alegría, la aceptación nos la devolverá, y no propiamente por ser un acto de resignación, pues no lo es, es más un hecho digno e íntegro que nos permite valorar lo que somos y la ruta que transitamos. El ejercicio no consiste en dejar de mirar al otro, sino en dejar de juzgarnos a través de los demás.
Donde perece la comparación, nace el placer de ser uno mismo.
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