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Analistas 24/10/2025

Alimento

Yamid Amat Serna
Creador conceptual

Me está tragando la necesidad de subsistir, de sobrevivir.

Eso le oí decir a alguien cercano el otro día; era una de esas charlas francas, abiertas, sin mucho que ocultar, más bien con cierta necesidad de exponerse sin tapujos a todo lo incierto de una conversación, incluso promoviendo ser masticado por la opinión o por los consejos melancólicos de los demás, que nunca faltan.

Su voz era clara, pero su mirada estaba atravesada por un corte de desgarro, no de rendición, de desgarro. Como quien sabe que la posibilidad de extinguirse entre el tiempo siempre está presente, y con ello, también sus sueños de años atrás. Sin embargo, algo hacía contrapeso en su ser, pues a la vez le acompañaban otros ingredientes en su piel: solidez y valentía, tal vez provenientes de un grado de sensatez pragmática y mundana que aflora de manera instintiva y animal cuando el estado emotivo no nos permite reflexión. Solo defensa. Algo así como un deseo de seguir cazando para poder alimentarse y de dejar de ser bocado final de sí mismo, de sus realidades, sus fantasías, sus voces internas, sus obligaciones, sus imposiciones o sus látigos, qué sé yo. Al final, algunos deciden no tumbarse antes de tiempo y eso era lo que allí, entre su nubla, se percibía.

Semanas después, antes de llegar a casa, entré al restaurante oriental que está a menos de dos cuadras de la portería; su cercanía ha hecho que sus sabores vayan ganando espacio en mis gustos. También me gusta porque quienes allí trabajan me hablan, sonríen; me gusta su barra, me siento acompañado. Su cocinero es un joven amable, despierto; corta los alimentos con destreza mientras atiende sus conversaciones y las que los demás le proponen; hace ver muy fácil su oficio.

Debería cocinar, pensé, mientras observaba la maniobra que hacía y oía la charla que mantenía con mi vecina. “Me gustaría tener un restaurante”, le dijo ella, “así, pequeño y atenderlo yo misma”. Él le contó su historia en una versión fast track; cuando terminó, se dio vuelta para lavarse las manos en la poceta. Mi fisgoneo quedó en evidencia. Ella y yo nos miramos y sentimos lo mismo sin decirnos nada.

Nos dimos cuenta de que también a nosotros dos nos estaba tragando la necesidad de subsistir, de sobrevivir, y que, aun luchando, temíamos no poder vivir o seguir viviendo de nuestros talentos o aptitudes. Él lo estaba logrando y, mientras lo hacía, estaba alimentando a otros, por ejemplo, a nosotros, tal vez para evitar que fuéramos deglutidos por nuestros temores.

Nadie nos advierte, pero en la vida el temor nos aleja de nosotros mismos, nos consume en la duda y provoca que abdiquemos. Las urgencias nos condenan y evitan que nutramos la confianza, que creamos que las mismas posibilidades tiene el éxito que la sombra. Entendí que esta escena es más común y cotidiana que lo que imaginamos; lo compartí con otros más y fue como darles alivio, no sé si inspiración, pero sí alivio, el alivio que produce entender que en la vida también es posible no ser devorados. Ella cocina. Yo retomé mi libro.

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