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Analistas 24/08/2025

Viudas de millonarios y huérfanos de paz

Ramiro Santa
Presidente Sklc Group

La semana pasada se conmemoró, con tristezas y arrepentimientos, el 80º aniversario de la finalización de la Segunda Guerra Mundial. Todos sabemos del sacrificio: entre 70 y 85 millones de muertos, la devastación de la bomba atómica, el genocidio religioso y las hambrunas derivadas de la revolución china. Nada de aquello permite sentirse parte de una especie “superior”. También sabemos que el 14 de agosto de 1945 el Imperio de Japón aceptó una rendición incondicional ante las Potencias Aliadas.

Como suele ocurrir con las desgracias, todo comenzó con agresiones amparadas en justificaciones retorcidas para legitimar alguna posición: Alemania contra Polonia; Japón contra la colonia británica en Singapur y, después, contra Estados Unidos. Vale recordar que los japoneses ya habían invadido Manchuria en 1931 y a la propia China en 1937.

Estas agresiones entre países estaban proscritas por el Pacto Kellogg-Briand de 1928, principios luego reafirmados por la Carta de las Naciones Unidas. El mandato es claro: no cruzar fronteras para matar ciudadanos de otro país. El mismo principio que hoy viola Rusia en Ucrania.

La historia enseña que las agresiones que no se intentan resolver mediante diplomacia experimentada, buena escucha, deseo de entendimiento y, si es necesario, con ayuda de terceros, terminan casi siempre en muertes de inocentes, odios y posiciones irreconciliables. En consecuencia, todas las guerras resultan crueles, injustas y destructivas. La agresión de Japón llevó, hace 80 años este mes, al lanzamiento de dos bombas atómicas que segaron cientos de miles de vidas civiles.

La obligación moral es evidente: no tomar decisiones ni actuar nunca como agresor. Y esta norma aplica también a los supuestos revolucionarios y terroristas, sin importar cuánto se crean iluminados o dueños de la verdad absoluta. Algunos han invocado a su Dios para justificar sus actos. Todas las religiones enseñan que Dios es misericordia, compasión, aprecio por la vida y que solo Él tiene la autoridad para juzgar el destino de las personas.

Usurpar ese privilegio divino para condenar sin considerar la disposición de Dios a perdonar constituye, según el mismo Corán, un pecado atroz. Y peor aún es ejercer violencia contra los más indefensos: los niños, tesoro de la humanidad; los viejos, guardianes de sabiduría; y todos los que construimos el cuidado colectivo.

Otros terroristas tienen un único dios: el dinero. Son quienes trafican con personas, armas, drogas, minerales, especies naturales o con la corrupción misma. No merecen otro nombre que el de mafiosos, pues también con su actuar destruyen vidas, países, futuros y esperanzas de millones de personas.

Hoy vemos cómo los conflictos escalan en África, Asia y Latinoamérica, con protagonistas de opereta de pacotilla que toman decisiones sin pensar en las consecuencias. Las motivaciones suelen ser absurdas y se agravan con la capacidad de dañar y de acabar con las personas, el ambiente y la sociedad.

El aparataje internacional para evitar guerras, genocidios y violaciones de los derechos humanos parece viuda de millonario: bueno para gastar, opinar y figurar, pero malo para convocar, garantizar y solucionar. Tampoco parece querer distinguir entre los grupos extremistas que pretenden tener los mismos derechos que los Estados soberanos.

En estos días sobresale la reunión de Donald Trump con Vladímir Putin para discutir las agresiones entre países otrora hermanos. Ojalá se resuelvan, como también las decenas de disputas limítrofes en el mundo. De esas se espera que las cortes y organismos internacionales actúen con diligencia, rapidez y firmeza en defensa del ideal moral: no a la agresión, sí al respeto por la vida.

No podemos repetir la historia. La mejor vacuna contra estas irresponsabilidades sigue siendo la democracia. Allí, la sabiduría colectiva debería escoger al más probo, experimentado, preparado y capaz, no al más gritón ni al más creativo en redes sociales. Gobernar un país no es un concurso de retórica, sino un asunto de principios y carácter.

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