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Me siento una tarde cualquiera en la poltrona de mi habitación con una sensación de agotamiento mental y hasta físico, me duelen los hombros, el cuello y mis ojos navegan en una sensación de sobre estimulación y sequedad. En el fondo intuyo las causas y me considero naufragando en el exorbitante océano de las redes sociales y ese inframundo paralelo de lo digital. Y llega desde lo más profundo de mi inspiración la palabra “inframundo” para referirme a este contexto. Entonces decido buscar su definición en el diccionario de la lengua española: Inframundo. De infra y mundo. “Conjunto de personas que viven de forma miserable con respecto a la sociedad a la que pertenecen.” Si lo pensamos bien este es lugar al que nos han llevado las redes.
Yo lo he experimentado recientemente, esa sensación de ansiedad y dependencia por revisar lo que sucede en el mundo a través de Instagram, Tit Tok o Linkedin. Debo confesar que me siento a veces abrumada. Porque de alguna manera si nos sentimos miserables frente a la realidad perfecta que allí se representa, no sólo por las historias e imágenes que ya se convierten en imaginarios culturales sino también por la intoxicación con noticias violentas y en cierto modo amarillistas que nos llegan en abundancia.
Hablaré hoy de varias sensaciones y metáforas que me llegan de este agotamiento. Y es que la primera idea que surge es que estamos condenados a una especie de esclavitud perpetua para producir contenido, postear, comentar y expresar nuestras opiniones públicamente sobre cualquier tema sin ninguna clase de censura. Prácticamente la premisa es que si no estamos en redes no existimos, posteo luego existo. Hay un profundo condicionamiento mental a hacernos visibles en lo digital a toda costa, en lo personal y lo profesional. Nos hemos convertido en habitantes permanentes de ese inframundo y en esencia somos unas máquinas de producción de contenido. Con el agravante de que esa facilidad de presencia ante el mundo en donde compartimos imágenes, información, anécdotas y opiniones, ha generado una multitud inimaginable de perfiles con poder para hablar de múltiples temas sin tener necesariamente autoridad sobre ellos. Desde adolescentes que hablan de hábitos en ocasiones no tan saludables, hasta profesionales y empresarios que toman la vocería de un tema para hacerlo slogan y venderse a sí mismos como expertos y reveladores de verdades. El poder de la influencia sobre otras personas se mide no necesariamente por la veracidad y profundidad de los discursos sino por indicadores de medición de éxito relacionados con los likes, shares, re posts que conquistan al algoritmo para hacerlo su cómplice.
Se nos han creado una serie de expectativas subliminales sobre quienes debemos ser en redes y se nos han impuesto tareas con respecto a tendencias, horarios para publicar y tipos de contenido. Es una barbarie amplificada de la cual en muchas ocasiones somos víctimas. Y ahora con la IA es como si nos hubieran puesto en las manos el poder de midas para producir contenido que en muchas casos es lejos de ser auténtico y humano.
Yo me siento cansada, lo confieso. Me siento víctima y esclava. Todos nos convertimos en marcas ahora llamadas “personales” que están al servicio de muchos ideales y a veces lejos de nuestros verdaderos sueños. En ocasiones llega a mí la imagen de un experimento con ratones de laboratorio a los cuales se les administra una dosis importante de adrenalina y dopamina. La viralidad de los contenidos en redes crece proporcionalmente con las personas adictas a ellas. Autores como Jonathan Haidt ya hablan de una generación ansiosa refiriéndose a nuestros niños y adolescentes. A mí me preocupan también los adultos en esta especie de epidemia de ser figuras públicas en redes. Mea culpa, lo soy y así lo siento. Siento como nunca los síntomas de esta exposición a las redes, de la necesidad de chequear el teléfono, de compartir información, de competir en Linkedin por llegar a ser un Top Voice. Es extenuante y es preocupante. Porque este delirio tiene algo de sumisión y de inconciencia. Estamos programados para despertar, mirar el celular, respirar, mirar el Whatsapp, esperar y revisar las redes. Son patrones adictivos.
Hoy mi llamado es a la rebeldía digital. A renunciar al compromiso impuesto. No digo desconectarnos, es un absurdo y un imposible de esta era. Hablo de tratarnos con amor y conciencia. Hablo de una rebeldía posible en la que hagamos pequeños actos. Les comparto los míos: comprar un despertador para no tener el celular cerca de la cama y despertar para no mirarlo, postear lo espontáneo de mi vida sin tanta elaboración, hacer détox de redes con frecuencia, unas leves pausas. También funciona hacer curaduría de las cuentas que seguimos y el contenido que consumimos, no compararnos con otros. Volver a lo real y lo auténtico y escuchar más nuestros cansancios, en ellos existe la oportunidad de cambio y de modificar nuestros hábitos nocivos. Y ante todo recordar que el scroll nos roba tiempo de abrazos y sonrisas, que los likes no son nuestra valía y que podemos existir sin publicar. Iniciemos pequeñas revoluciones en pro de nuestra salud mental.
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