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Por fin encuentro una pausa en estos días de ajetreados viajes para decantar todos los diálogos interiores que andan rondando en mi cabeza con una frecuencia e intensidad intermitentes. Y es que mayo siempre ha sido un mes particularmente cargado de emociones para mí. No sé si a ustedes les pasa, que tienen sus días y sus meses insignia o especiales que se convierten en huracanes emocionales que lo remueven todo. Mueven el piso, los pensamientos, las creencias y hasta veces nos dejan sin aliento.
Este mayo me encuentra en un restaurante con grandes ventanales por los que diviso una de las principales avenidas de Estocolmo en Suecia. Una ciudad de canales y construcciones imponentes que evocan la sazón de épocas medievales. Aquí a través de la ventana centenares de bicicletas se pasan por el frente en hora pico y en medio de un conteo interminable de personas que ruedan a velocidades disímiles, surge la pregunta existencial de dónde vienen y para donde van. La misma pregunta que yo estoy tratando de responder en este mes que he llegado a los cincuenta. Esa es una edad que me genera ansiedad, lo confieso. Este número se convierte en una especie de rendición de cuentas de lo que hemos alcanzado en la vida y de aquello que nos falta por lograr.
Pero este proceso de revisión de la vida nos pasa una factura muy personal pues ya no se trata de hacer a los otros felices y complacerlos vistiéndonos con los trajes incómodos que la sociedad nos da. Se trata de viajar profundo dentro de nosotros para evacuar tristezas estancadas, saludar a los fracasos que aún duelen y a la vez rescatar anhelos olvidados en lo profundo del corazón.
Esta edad para una mujer es un examen clasificatorio de felicidad en el que respiramos profundo para contestarle con brutal honestidad a la existencia que nos pone en rendición de cuentas. Es duro y me ha agarrado lejos de casa en un mood escandinavo que guarda de por sí la brutalidad de pueblos guerreros vikingos y la dureza de inviernos y pareceres grises. Tan extraño como la escritura de esta columna que quiere decir muchas cosas pero que no sabe exactamente para donde va. Va en dirección de decretar algo necesario: el rotundo sí será mi palabra.
Siento que estos 50 años que se asomaron de repente en mi vida han sido una sucesión de enormes aprendizajes, de victorias, pero también de un inventario de cosas que jamás he intentado o no me he atrevido a hacer. Una silenciosa cadena de “no” paridos por el miedo a desencajar de mi arquetipo de mujer. Por eso hoy aquí sentada en esta ventana panorámica de cotidianidad escandinava declaro ante centenares de desconocidos que el “Sí” será mi palabra regente para celebrar este quinquenio. Sí a la vida con mayúsculas para disfrutar de lo ordinario, para vivir con plenitud lo cotidiano. Sí a las sonrisas espontáneas, al amor verdadero, a los abrazos que llenan el alma.
Diré sí al postre que me tienta, a la copa de vino en un atardecer, a bailar la canción que suene. Sí a cantar así desafine. Sí a viajar a todos los lugares posibles. Sí a estar de primeras y cantar en la ducha al volumen que quiera mi propia melodía.
Y a aquellos que me quieran regalar algo, regálenme un “sí” a las celebraciones sinceras y a las palabras inspiradas. Un sí definitivo a escuchar al corazón y caminar cada paso desde su intuición. Un sí para amarme y amar, para entregarme a la vida.
Siguen lo transeúntes en Suecia y yo les digo sí al ondear mi mano sin que me importe lo que piensen o digan.
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