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La destrucción institucional no siempre ocurre con reformas legislativas y leyes que reescriben las reglas del juego. A veces es más silenciosa: basta con torcer la aplicación de las normas, vaciarlas de contenido o desgastarlas hasta que pierden legitimidad. Eso es lo que está ocurriendo en Colombia con el actual Gobierno. La salud, la administración pública y la política fiscal son ejemplos de un patrón inquietante: instituciones debilitadas no por transformaciones profundas, sino por decisiones que las hacen funcionar peor cada día.
La teoría de Acemoglu y Robinson distingue entre instituciones inclusivas, que generan incentivos para la cooperación y el crecimiento, y extractivas, que concentran el poder en unos pocos. El deterioro surge cuando instituciones que siguen en pie son capturadas por intereses políticos y dejan de cumplir su propósito general. Herzog, Hindriks y Wittek explican que esta decadencia también puede ser endógena: cuando se privilegia la lealtad ideológica sobre la capacidad técnica, los tecnócratas se desmoralizan y la burocracia se infla con personas sin conocimiento. Peter Ho, con su tesis de credibilidad institucional, recuerda que no basta con que una norma exista en el papel: lo decisivo es que sea percibida como legítima. Una institución sin credibilidad pierde su función en la práctica.
Los ejemplos son claros. En salud, la credibilidad era limitada y sirvió como bandera electoral, pero las intervenciones a las EPS agravaron la crisis: aumentaron tutelas, se deterioró la atención y el Ejecutivo, pese al freno del Congreso a la reforma, usó decretos para intervenir un sistema que, aunque imperfecto, era todavía operativo. En la nómina estatal, lo que debería ser una burocracia tecnocrática se ha convertido en un aparato donde importa más la afinidad ideológica que la competencia, vaciando la meritocracia y reduciendo la capacidad del Estado. Y en la política fiscal, aunque la norma permite que el presupuesto se expida por decreto si el Congreso no lo aprueba, con equilibrio entre ingresos y gastos, el Gobierno ha roto ese balance: ha buscado aumentar el gasto a costa de un mayor déficit y de una regla fiscal debilitada. Puede parecer sostenible hoy, pero en algún momento no lo será, y lo pagaremos todos los colombianos. Con ello, se pone en riesgo la estabilidad económica, un activo que poco valoramos porque no hemos vivido grandes crisis macroeconómicas en la historia reciente.
Los tres casos muestran la misma dinámica: la captura política que describe Acemoglu y Robinson, la decadencia interna que analizan Herzog, Hindriks y Wittek y la pérdida de credibilidad señalada por Ho. Colombia ya tenía instituciones con fragilidades, pero con este Gobierno esas debilidades se han agudizado: la captura se intensificó, la burocracia perdió su carácter técnico y la legitimidad se deterioró aún más. Más que resignarse a este deterioro, la lección es clara: necesitamos reformas del Estado que fortalezcan la técnica, aseguren contrapesos reales y devuelvan confianza a las normas. Solo así podremos detener la erosión silenciosa que amenaza el futuro institucional del país.
Rendir cuentas, entonces, no es solo presentar balances. Es demostrar que la alianza público-privada puede ser una herramienta ética y eficaz para cuidar la ciudad y activar el territorio
Se da más valor a los comentarios de los selfituristas que a lo que te pueda recomendar un profesional que conoce la atracción, el monumento, la ciudad… y la ha visitado unas cuantas veces