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Esta es una columna dedicada a los que considero son los personajes del 2025. En un año en el que Colombia pareció caminar al borde del abismo, con instituciones presionadas, la violencia tocando de nuevo a la política y un clima de desconfianza que contaminó todo, hubo cuatro figuras que resistieron. No desde los discursos fáciles ni desde trincheras partidistas, sino desde el único lugar donde todavía se pueden corregir los desvaríos de un país fatigado: la independencia institucional.
En medio de gobiernos que quieren rediseñar las reglas sobre la marcha, partidos que no saben cómo recomponerse y una ciudadanía cansada del ruido, ellos hicieron algo muy simple y muy difícil: ejercer el poder sin miedo, aun cuando significaba incomodar.
Hernán Penagos, desde la Registraduría, entendió que en tiempos de polarización la neutralidad no es un lujo: es un deber. Con un país dividido por debates constituyentes y teorías delirantes sobre la continuidad electoral, Penagos tomó la decisión política más importante del año sin ser político: afirmar que las elecciones de 2026 van porque van. Eso, en este momento de la historia, es un acto de carácter. Su insistencia en auditorías internacionales, transparencia y reglas claras no es tecnocracia; es un mensaje directo a quienes fantasean con torcer el calendario democrático.
Iris Marín Ortiz llegó a la Defensoría del Pueblo rompiendo un techo simbólico de tres décadas, pero la verdadera ruptura fue otra: devolverle a la institución una voz serena pero firme en defensa de derechos sin importar quién esté en la Casa de Nariño. En un país donde la violencia política volvió a asomarse, y tras el atentado contra Miguel Uribe Turbay, Marín no se plegó a discursos punitivos ni a presiones ideológicas. Guardó el simple don de la ingratitud y se le plantó al gobierno en su línea esencial: acompañamiento a las víctimas, garantías para todos los ciudadanos.
El magistrado Jorge Enrique Ibáñez, presidente de la Corte Constitucional, recordó que las cortes no existen para aplaudir al Gobierno de turno, sino para corregirlo. Su ponencia que frenó la reforma pensional, aunque todavía está por definirse, no fue un gesto de antagonismo, sino un recordatorio de procedimiento y de límites. En momentos en los que algunos sectores quisieran que la Constitución fuera un borrador editable según el proyecto político del día, Ibáñez defendió algo que parece obvio pero no lo es: la ley se respeta, y las formas importan.
Y en medio de todos ellos, el protagonista del año: Miguel Uribe Turbay. No por una circunstancia trágica, sino porque su figura sacudió al país como un recordatorio incómodo de todo aquello que todavía nos duele. Nos puso de frente a uno de nuestros mayores temores: la violencia que asesina, que intimida, que busca silenciar voces y torcer el rumbo de la democracia. Su nombre se volvió advertencia y, a la vez, una luz encendida en mitad de un país que sabe que no puede seguir repitiendo la historia. Recordarlo como personaje del año es asumir que su voz debe convertirse en punto de inflexión: un llamado a no normalizar el miedo, a no resignarnos a que el poder se ejerza a golpes, y a entender que defender la vida y la institucionalidad no puede ser una excepción, sino la regla mínima de cualquier democracia que quiera sobrevivir.
Cuando una voz icónica se convierte en un activo digital y utilizado sin la participación del dueño original, la línea entre el ser humano y su réplica se desvanece
Ojalá este diciembre, entre abrazos, brindis y nostalgias, entendamos algo grande: ningún indicador económico es tan poderoso como la confianza
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