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En Colombia mueren soldados y policías cada semana y a veces ni siquiera nos enteramos. La noticia pasa fugaz en los titulares y se diluye entre escándalos políticos, rifirrafes ideológicos o egos electorales. Pero detrás hay madres que no podrán olvidar nunca esa última llamada. Niños que crecerán sin volver a ver a su padre. Esposas que, al mirar la cama vacía, se preguntan cómo seguirán criando solas.
La muerte de uniformados en Colombia no provoca marchas masivas ni duelos nacionales ¿Será por qué tal vez nos estamos volviendo insensibles? ¿Nos estamos acostumbrando al horror?
Normalizamos lo del “plan pistola”. Como si la vida de un policía fuera una ficha de casino, un blanco de recompensa. Como si asesinarlos fuera una hazaña que se paga con unos cuantos pesos. No hay ideología. No hay lucha social. Solo crimen organizado, poder armado y un Estado ausente.
Y ahora, el ataque de las disidencias en Guaviare. Siete soldados asesinados por el frente Jorge Suárez Briceño bajo el mando de alias “Calarcá”. Siete jóvenes emboscados por un grupo con el que supuestamente hay una tregua ¿Dónde estaba el Estado en ese momento? ¿Dónde la inteligencia militar? ¿Dónde el sentido común del Gobierno nacional?
¿A quién se le parte un poquito el corazón cuando escucha los lamentos de los familiares? “Mi hijo fue torturado ¿Y ahora qué va a hacer el Gobierno? ¿Qué va a decir el Presidente?”, gritaba la madre de uno de estos jóvenes. “Le están dando licencia a los bandidos para que maten a nuestros soldados y policías”, decía otro padre, sin consuelo.
Y no se equivocan. Hoy pareciera que los criminales tienen más garantías que quienes visten el uniforme. Hoy se siente que la vida de un delincuente vale más políticamente que la de un policía o un soldado.
Mientras eso ocurre, muchos en el alto gobierno parecen más ocupados en campañas, en agendas ideológicas, en discusiones bizantinas sobre modelos económicos, que en enfrentar con decisión esta tragedia diaria ¿A quién le importan esas mujeres que se quedan solas criando hijos que apenas empiezan a hablar? ¿A quién le importan esas madres que con los ojos secos del desgarro reciben un ataúd envuelto en una bandera? ¿A quién le importa ese niño que vio a su papá salir una mañana para nunca regresar?
Nos despedazamos por causas internacionales, levantamos banderas por guerras ajenas, pero parecemos anestesiados ante el sufrimiento que ocurre en nuestras entrañas.
¿Dónde está la solidaridad de este país cuando la víctima no es una figura pública, sino un soldado anónimo caído en combate?
No se trata solo de justicia. Se trata de humanidad. Un país que olvida a quienes mueren por protegerlo está condenado a caminar entre la sangre. Un país que no llora con sus huérfanos, que no acompaña a sus viudas, que no honra a sus héroes, es un país descompuesto.
A esos soldados y policías asesinados no los podemos dejar morir dos veces: primero a manos de los violentos, y luego por el olvido.
Este país les debe algo inmenso. Y no les está pagando.
Y acá está columna se convierte en una súplica.
Por favor, no nos acostumbremos a enterrar jóvenes con uniforme.
Por favor, que las lágrimas de esas madres lleguen al corazón de los que toman decisiones.
Por favor, que los hijos de nuestros héroes no crezcan creyendo que la vida de su padre valió menos que una agenda política.
Que el debate se base en ideas, no en ataques. Ojalá contemos con liderazgos que escuchen más y griten menos, que puedan contradecir con argumentos, sin recurrir a la descalificación. Colombia necesita reformas, sí, pero también respeto
Invito a que los mandatarios locales se conviertan en la columna del proceso autonómico