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En estos tiempos de confrontación que vive Colombia, no podemos acostumbrarnos a que los desacuerdos terminen en ataques personales. Las diferencias son naturales en una democracia, incluso necesarias, lo preocupante es que deriven en descalificaciones, que opinar distinto se perciba como amenaza, que disentir se entienda como traición. Por una Colombia mejor para todos, lo que debe unirnos es el respeto por la diferencia y la defensa de las instituciones que garantizan el equilibrio de poderes.
Lamentablemente, lo que debería ser una conversación sobre cómo mejorar al país muchas veces termina en terreno minado. Lo he vivido al recibir ataques por expresar posiciones contrarias, pero me he propuesto no caer en esa misma lógica e insistir en diálogos respetuosos, sinceros y edificantes, contribuir a la construcción de un país donde todas las voces cuenten. Cuando los insultos se vuelven norma, se debilita la democracia y se erosiona la confianza en las instituciones.
No se trata de apellidos ni de regiones, sino de encontrar caminos viables que permitan avanzar en las reformas que Colombia necesita, cuidando siempre la independencia de poderes y el equilibrio que establece la Constitución. Defender las instituciones no es oponerse al pueblo, es, por el contrario, proteger la casa común donde ese pueblo ejerce su soberanía.
Tanto el Congreso como la Presidencia tienen el mismo origen: el voto de los colombianos. Ninguna institución puede arrogarse la representación exclusiva del pueblo. La democracia se basa justamente en la interacción entre los poderes públicos. Cuando uno intenta reemplazar al otro, se debilita el sistema y se abre la puerta a decisiones arbitrarias.
En medio del debate sobre los mecanismos de participación, es importante recordar -como bien lo mencionó Hernando Herrera, presidente de la Corporación Excelencia en la Justicia- que las leyes se elaboran en el Congreso, según lo establece el artículo 150 de la Constitución. La consulta popular, contemplada en el artículo 103, es una herramienta para conocer la opinión de la ciudadanía, no para expedir normas de inmediato cumplimiento. Solo después de ese ejercicio de escucha, y si lo considera conveniente, el Congreso puede traducir ese mandato ciudadano en una ley.
Cuando los países descuidan estos contrapesos, los efectos pueden ser devastadores. El deterioro institucional no es solo una teoría: lo hemos visto en otros contextos cercanos, como Venezuela, donde la pérdida progresiva de los equilibrios llevó a la polarización, la crisis económica y el debilitamiento de las libertades. Puede parecer atractivo concentrar el poder en el corto plazo, pero las consecuencias a largo plazo suelen ser irreversibles.
Por eso, pensé -y sé que puede sonar ingenuo y repetitivo- que un gran aporte en esta campaña electoral sería que los candidatos se comprometan a dejar atrás los insultos y enfoquen sus propuestas en la realidad, los datos y el respeto. Que el debate se base en ideas, no en ataques. Ojalá contemos con liderazgos que escuchen más y griten menos, que puedan contradecir con argumentos, sin recurrir a la descalificación. Colombia necesita reformas, sí, pero también respeto. Necesita líderes que inspiren, no que dividan.
Porque al final, no se trata de quién gana una discusión, sino de cómo salimos adelante como nación.
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