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Uno de los rasgos más fascinantes de la política colombiana es su capacidad para reciclar ideas que el resto del continente ya jubiló hace décadas. La propuesta de Iván Cepeda de convocar un “Acuerdo Nacional y un Proceso Constituyente” es un ejemplo perfecto: una mezcla de fervor refundacional, añoranza revolucionaria y una confianza casi religiosa en que reescribir la constitución es el equivalente institucional a refundar la Patria.
Para Cepeda, cuya biografía política incluye su paso por el vetusto Partido Comunista Colombiano, la constituyente no es solo un mecanismo extraordinario. Es el regreso a un sueño ideológico donde la historia puede corregirse por decreto y la sociedad se transforma a golpe de artículo. Es como si la caída del Muro de Berlín hubiera sido un simple inconveniente técnico, no la evidencia de que los grandes proyectos de ingeniería social tienden a derrumbarse sobre quienes los patrocinan.
Y, por supuesto, está su conocida cercanía -política, jurídica y simbólica- con las Farc y con el Eln, una relación que él ha explicado siempre como parte de su trabajo en derechos humanos y en la búsqueda de soluciones negociadas al conflicto. Pero en la arena política esa distinción suele evaporarse. Para buena parte del país, Cepeda aparece como una especie de curador oficial del museo de la insurgencia; un guía experto en memorias armadas, gestor del patrimonio simbólico de unas organizaciones que nunca dejaron claro si querían hacer una revolución o llenarse de plata.
Que sea precisamente él quien proponga un “Acuerdo Nacional” revestido de proceso constituyente, como lo hizo en un post de X a mediados del año pasado, no deja de tener su ironía. Durante años, muchos sectores que hoy lo apoyan denunciaron la necesidad de “respetar la institucionalidad” frente a impulsos caudillistas. Pero ahora el libreto cambió. El congreso estorba, las cortes incomodan y la constitución del 91 -esa que la izquierda defendió como un triunfo democrático- es, al parecer, una camisa de fuerza que impide al nuevo proyecto político desplegar su creatividad transformadora.
El problema no es solo jurídico -aunque no es menor que la constitución no permita convocar una constituyente por simple voluntad presidencial- sino político. El “Acuerdo Nacional” de Cepeda es una versión disfrazada de la misma “Convención Nacional” que el ELN viene impulsando desde hace 30 años. Quien sabe qué el tipo de país emergería de un experimento así. La sensación es que se pretende ajustar la constitución para eliminar contrapesos y convertir el Ejecutivo en la sede permanente de la revolución pendiente.
En últimas, la campaña de 2026 podría terminar siendo un referendo sobre algo más profundo que un candidato: la tentación de reescribir la realidad cuando la realidad no coopera con el proyecto ideológico de turno. Y en esa tentación, Cepeda juega un papel del político que cree que el pasado no ha pasado y que, si se le da la oportunidad, aún puede construir el país que se imaginaba cuando repartía panfletos del viejo Partido Comunista por allá en Bulgaria.
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