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Analistas 25/04/2025

Una iglesia con olor a oveja

Juan Manuel Nieves R.
Estudiante de Comunicación Política
JUAN MANUEL NIEVES
La República Más

La semana pasada, el mundo recibió con tristeza la noticia del fallecimiento del Papa Francisco, el primer pontífice latinoamericano de la historia. Su muerte no solo deja un vacío en la Iglesia Católica, sino también en el corazón de millones de personas que encontraron en su voz un llamado a la misericordia, a la sencillez y a la esperanza.

Desde el momento en que apareció por primera vez en el balcón de San Pedro, el 13 de marzo de 2013, como el recién elegido sucesor de Pedro, Jorge Mario Bergoglio dejó claro que su pontificado no sería como los anteriores. Renunció a las vestiduras pomposas, prefirió vivir en la residencia de Santa Marta en vez del Palacio Apostólico y eligió el nombre de Francisco, inspirado en el santo de Asís, como símbolo de su compromiso con los pobres, los marginados y el cuidado de la creación.

Fue el Papa que pidió perdón a nombre de la Iglesia por los abusos cometidos en su historia, el que se arrodilló ante migrantes, el que simplificó los procesos de nulidad matrimonial, el que se abrió al diálogo con otras religiones y con quienes no profesaban fe alguna. Apostó por una Iglesia que no impone, sino que acompaña; no que juzga desde el púlpito, sino que sale a servir. La sencillez fue su característica como aquella vez en una audiencia general, cuando un niño pequeño se subió al estrado mientras él hablaba. El protocolo vaticano entró en alerta, pero Francisco, con una sonrisa cómplice, dejó que el niño caminara libremente. El pequeño terminó tomando asiento en la mismísima silla del Papa, a lo que Francisco bromeó: “Este es un valiente... él sabe cuál es el mejor puesto”. Todos rieron, y el mensaje fue claro: en la Iglesia, los más pequeños tienen el lugar más alto.

No estuvo exento de controversias. Su estilo directo y su apertura a temas sensibles como la homosexualidad, la reforma económica de la Curia o el rol de la mujer en la Iglesia, generaron resistencias internas. Algunos lo tacharon de populista; otros, de excesivamente progresista. Pero más allá de las opiniones divididas, su compromiso con una fe encarnada en la vida cotidiana fue innegable. Supo que el Evangelio se predica mejor con gestos que con discursos, con abrazos que con decretos.

El Papa es mucho más que un líder religioso. Es también un jefe de Estado -el Vaticano es una nación soberana-, con influencia en la diplomacia mundial y voz en debates éticos, sociales y ambientales. Francisco utilizó esa autoridad con responsabilidad y cercanía. No fue un monarca encerrado entre muros de mármol, sino un pastor que quiso oler a oveja, como él mismo lo expresó.

Con su partida, la Iglesia entra en sede vacante. Se avecina un cónclave: la reunión de los cardenales menores de 80 años convocados para elegir al nuevo Papa. El procedimiento, reservado y simbólico, tiene lugar en la Capilla Sixtina bajo juramento de secreto. Tras deliberaciones y votaciones sucesivas, el Espíritu Santo, según la fe católica, inspira a los cardenales a elegir a quien será el nuevo sucesor de Pedro. Cuando el humo blanco se eleva sobre la plaza de San Pedro, el mundo sabe que hay un nuevo pontífice.

Hoy, cuando recordamos a Francisco, debemos hacerlo desde la misericordia que tanto predicó. No para borrar sus errores, sino para exaltar el amor que lo movió. Porque si algo nos deja su legado, es la certeza de que una Iglesia más humana no solo es posible, sino necesaria, no importa si uno es católico, ateo o de otra religión: el mensaje de dignidad humana, de solidaridad y de amor al prójimo es universal.

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