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En Colombia, muchos políticos han hecho carrera criticando al capitalismo, atacando el consumo ostentoso y pregonando la austeridad como virtud moral; Pero apenas cruzan la puerta del poder, la narrativa cambia, el presidente presume sus gustos por marcas de lujo, mientras la vicepresidenta disfruta los helicópteros del Estado con una naturalidad que contrasta con su discurso contra los privilegios.
Angelino Garzón, exvicepresidente, protagonizó un episodio recordado cuando justificó su viaje en primera clase asegurando que él no iba a viajar como un “zarrapastroso”. La frase -tan coloquial como reveladora- mostró la facilidad con la que algunos funcionarios se enamoran de los privilegios que les otorga el Estado, es un patrón recurrente: quienes llegaron prometiendo modestia, terminan defendiendo comodidades que jamás quisieran perder.
Este fenómeno no es trivial, habla del profundo apego psicológico que generan los privilegios públicos: escoltas, vehículos blindados, viajes sin fila, agendas llenas de homenajes, acceso directo a ministros, empresarios y embajadores; sentirse importante, influyente, escuchado. El poder es seductor porque otorga una ilusión peligrosa: la de que uno está por encima de los demás.
La paradoja es que muchos políticos inician su carrera denunciando las injusticias del sistema, pero una vez dentro, viven cómodamente de aquello que decían rechazar; el capitalismo es demonizado en discurso, pero celebrado en la práctica, critican el lujo, pero lo disfrutan, atacan las elites, pero hacen todo lo posible por convertirse en una.
El poder cambia a las personas porque reorganiza su entorno, Pero la transformación más peligrosa es interna: cuando el privilegio se vuelve normalidad, y la normalidad se vuelve derecho.
La política está llena de ejemplos internacionales que repiten este patrón. Evo Morales, quien llegó al poder como símbolo de humildad campesina y terminó defendiendo un avión presidencial de lujo “para garantizar la dignidad del Estado”, o a Nicolás Maduro, quien se declara enemigo del capitalismo mientras su círculo más cercano ostenta fortunas y estilos de vida reservados para millonarios; o incluso a los ministros franceses que en distintos gobiernos han caído por usar vehículos oficiales para asuntos personales: siempre la misma historia, el mismo autoengaño, la misma tentación del poder.
En Colombia -como en muchos países latinoamericanos- el Estado es una maquinaria burocrática enorme, con una estructura que tiende a crecer, no a reducirse, cada nuevo viceministerio, consejería, dirección o agencia viene acompañado de carros, escoltas, viajes, asesores, tiquetes, viáticos y prerrogativas simbólicas de “estatus”. Ese crecimiento no solo es costoso, sino que premia la cercanía política con beneficios personales y una vez otorgados, los funcionarios se aferran a ellos como si fueran imprescindibles para la labor pública.
Un Estado grande multiplica los espacios donde florecen los privilegios; un Estado más limitado reduce el riesgo de que sus funcionarios se crean dueños del poder en lugar de administradores temporales del mismo. La burocracia crece y, con ella, la tentación; cuando un país normaliza que cientos o miles de funcionarios vivan como elite sin serlo, termina creando un ecosistema donde el objetivo ya no es servir, sino permanecer. Y ese deseo de permanencia es el primer paso hacia el autoritarismo.
Colombia necesita un Estado menos ostentoso, menos burocrático, porque el riesgo no es solo que algunos se enamoren de los privilegios, sino que un día, para no perderlos, decidan quedarse más tiempo del que les corresponde. Y la democracia, cuando eso ocurre, no se erosiona: se derrumba.