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Hay una frase que ha sonado en el país: en Colombia uno deja de ver noticias un día y pasa de todo, pero si deja de verlas 15 años, todo sigue igual; aquí nos acostumbramos a los titulares constantes, los escándalos semanales y las indignaciones pasajeras, pero nada cambia de fondo; la crisis terminamos viéndola como parte natural del paisaje.
Hace unos días circuló un video de Jota Mario Valencia, grabado hace más de una década, criticando los millonarios gastos en consultas previas mientras miles de niños no tenían atención médica y millones de adultos mayores seguían sin pensión. Lo sorprendente no era el contenido, sino su vigencia: parecía un comentario hecho ayer. Y ese es el reflejo más triste del país: las denuncias se reciclan, los debates se repiten y las promesas se disuelven en la rutina.
Colombia vive en un estado de indignación permanente, pero sin consecuencias. Protestamos, debatimos, opinamos con pasión, pero al cabo de una semana el tema desaparece y un nuevo escándalo lo reemplaza. En 2019 y 2021 miles de jóvenes salieron a las calles a exigir oportunidades, mejor educación, menos desigualdad y más futuro; pasó el gobierno sin pena ni gloria y la sensación es la misma: nada sustancial se transformó.
En materia social, solo una de cada cuatro personas logrará pensionarse, solo entre 20% y 25% de las personas cotizan regularmente; El resto trabajará hasta la vejez o dependerá de subsidios insuficientes; En salud, aunque 95% de los colombianos está afiliado, los problemas de acceso y calidad siguen siendo estructurales, de hecho empeoraron; Y la corrupción, según Transparencia Internacional, cuesta unos $15 billones que se esfuman. Lo grave no es solo que ocurra, sino que ya ni siquiera escandaliza.
Nos acostumbramos al abuso, a la ineficiencia, a la impunidad. La ciudadanía se desconectó de la clase política, y esa brecha se ensancha con cada crisis sin castigo, muchos prefieren mirar hacia su propio lado: “yo pago mis impuestos, que otros se encarguen”, “yo me defiendo como pueda”. El resultado es una sociedad fragmentada, donde la indignación se volvió privada y el cambio, improbable.
También hace falta reformar la manera en que comunicamos la realidad. Los noticieros abren cada día con la tragedia de turno y al día siguiente la sustituyen por otra, sin contexto ni seguimiento, es como ver una serie sin capítulos anteriores: mucho ruido, poca historia. Sin duda existe un periodismo serio, que ha conllevado a descubrir la verdad, pero son tantos los problemas que los titulares priman sobre la profundidad en la mayoría de los casos.
Lo más desconcertante es que los protagonistas de muchos de esos escándalos reaparecen, sonrientes, en los mismos lugares de siempre. Algunos vuelven al Congreso, otros figuran en cargos públicos, en embajadas o en listas electorales, y si no regresan ellos, lo hacen sus familiares o herederos políticos. Colombia tiene una asombrosa capacidad para reciclar sus propios culpables: quienes ayer fueron señalados de corrupción o ineficiencia, hoy posan de analistas, opinadores o candidatos, la memoria corta y el voto resignado les garantizan impunidad. En otros países, un escándalo marca el fin de una carrera; aquí, es apenas una pausa entre dos nombramientos.
La frase se repite con ironía, pero encierra una verdad dolorosa: en Colombia todo pasa, pero nada cambia. Y mientras no pase algo distinto -un cambio de actitud, de memoria, de exigencia- seguiremos en el mismo círculo, viendo cómo el país se indigna cada semana… y se resigna cada año.
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