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El fallecimiento de William Vélez desatará una serie de notas de prensa, homenajes, semblanzas y varios gestos de solidaridad con su familia y colaboradores. Mucho se hablará sobre el líder empresarial, el industrial, del ingeniero que traspasó fronteras y cuyo legado corporativo es el de más de una docena de grandes compañías, con presencia en muchos países de la región y con decenas de miles de trabajadores. Se hablará, sin duda, de Interaseo, Eléctricas de Medellín, HB Sadelec, Proeléctrica, Termotécnica, entre otras. Esta columna es sobre el hombre, no sobre el empresario.
Tuve la fortuna de conocer de cerca y ser testigo de excepción del talante de Don William. De gran sentido del humor, con fina y veloz ironía, con rostro amable y una sonrisa espontánea, así era el hombre detrás del mito. El hombre que gastaba más de la mitad del tiempo de sus encuentros con amigos preguntando por sus familiares, con nombre propio, juntando piezas de información de conversaciones anteriores con un nivel de maestría que solo las mentes privilegiadas pueden llevar a cabo. La persona que en una reunión de 20 minutos podía preguntarles a los asistentes tres o cuatro veces si querían algo de beber o de comer, para luego levantarse de su silla a servirle a los demás. El individuo que en una sola generación pudo construir una de las más grandes fortunas de nuestro país, pero que fue siempre cuidadoso con los gastos innecesarios, marcando distancia frente al derroche y sintiendo desconfianza e incluso algo de desprecio por la opulencia. Austero, pero emprendedor. Arriesgado y feroz al momento de perseguir nuevas ideas de negocio, entrar a nuevos países, desplegar grandes proyectos, pero compasivo ante la necesidad y el sufrimiento de los demás. Con agendas colapsadas producto de sus ocupaciones, pero siempre con tiempo para dar un consejo a un amigo. Un soñador con la mirada al cielo, con alas, pero con los pies en la tierra. Una de las grandes rarezas que deja esa dorada generación empresarial que engalana la segunda mitad del siglo XX de nuestro país.
La partida de don William nos deja una reflexión sobre la capacidad de lograr grandes cosas y la posibilidad de conquistar el mundo exportando el talento nacional. A sus más de 80 años se preguntaba frecuentemente en tertulias por qué no podíamos competir con países como Singapur, estaba ávido de llegar a nuevas plazas, aprender de los mejores y competir con ellos. Su vida es un testimonio más del valor del trabajo, de la no existencia de atajos, de la consagración y del mérito. Su costumbre fue la de muchas veces hacer el bien en silencio, sin ostentar su generosidad. Tuvo siempre una profunda fe en nuestro país y en la capacidad de las nuevas generaciones para conducirlo a un mejor destino. Ese fue Don William, la persona que fundó y lideró uno de los más grandes grupos empresariales de Colombia y que dejó a su paso una estela de enseñanzas para los que vienen detrás.
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