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Analistas 03/05/2025

IA en la sombra

Javier Villamizar
Managing Director

Los empleados dejaron de esperar el “OK” del área de sistemas: hoy, basta con abrir una pestaña en el navegador para probar un modelo generativo y, en cuestión de horas, integrarlo a la rutina. El último Work Trend Index de Microsoft describe un escenario donde la mayoría del personal de cuello blanco ya curiosea con IA por su cuenta, sin invitación explícita de las empresas.

Si la adopción del teléfono móvil corporativo tardó casi una década en normalizarse, la de la IA se mide en trimestres. Con Slack bastaron dos años para colarse en miles de oficinas antes de que alguien redactara la primera política interna; ahora la curva se ha vuelto aún más vertical porque los modelos funcionan “as a service”: no hay que instalar nada, ni pedir presupuesto, ni esperar una llave de activación.

El costo de fricción se ha reducido a cero y eso acelera el contagio: basta con que un compañero muestre cómo resume un informe en 30 segundos para que el resto quiera la misma pócima.

El problema es que estas pócimas procesan datos sensibles, generan código que luego vive en producción y, de paso, pueden infringir temas de propiedad intelectual. A diferencia de cuando las empresas adoptaron los teléfonos inteligentes, donde el máximo riesgo era perderlos en un taxi, la IA introduce fugas lógicas invisibles. Además, el riesgo de la “alucinación” (los errores creativos del modelo de lenguaje) convierte cada resultado en material que debe auditarse.

Lo paradójico es que las organizaciones aún no han armado el manual para el uso de la IA. Según Gartner, menos de una quinta parte dispone hoy de una política formal para gobernar estas herramientas, mientras que la gran mayoría apenas está redactando borradores o planea hacerlo durante los próximos meses. Este desfase crea un desierto normativo donde cada empleado es, en la práctica, su propio regulador.

Un estudio reciente encontró que la generación más joven de empleados usa estas herramientas con mayor frecuencia y asume que gran parte de su trabajo podría automatizarse pronto. Es decir, existe apetito y, a la vez, cautela. El resultado es una adopción subterránea: se usa IA para bosquejar correos, limpiar tablas o traducir código, pero sin decírselo al jefe por miedo a parecer redundante.

¿Qué hacen las compañías que deciden abrazar, en vez de bloquear, este torrente? Primero, establecen “burbujas seguras” donde los “prompts” se quedan dentro del perímetro y los resultados se trazan; segundo, etiquetan los datos para que el modelo no confunda facturas con chistes; tercero, forman a los empleados en el arte de preguntar y revisar. Algunas, incluso, añaden cláusulas éticas: nada de cargar información personal de clientes, nada de generar contenido que no se pueda auditar, nada de publicar textos sin verificación humana.

El mensaje de fondo es claro: la IA desembarcará en el escritorio del empleado con o sin permiso. Intentar tapar la manguera sólo hará que broten más grifos clandestinos. La lección histórica, desde Dropbox hasta los móviles de empresa, es que la utilidad precede a la política y que la estandarización llega tarde o temprano. La diferencia, ahora, es la velocidad: lo que antes llevaba años, hoy sucede en un par de ciclos de planificación.

Quien diseñe un marco de gobernanza flexible, convertirá ese torrente en fuerza motriz. Quien opte por el veto absoluto se enfrentará a un contrabando digital imparable y, probablemente, terminará adoptando la misma herramienta… sólo que más tarde y con la curva de aprendizaje en manos ajenas.

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