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Analistas 12/03/2022

El ego imperial

Héctor Francisco Torres
Gerente General LHH

Tras dos semanas de la invasión rusa a Ucrania, el mundo permanece atónito con el desenfreno de las acciones de Putin, que no sabemos a ciencia cierta cómo van a terminar, aunque intuimos que, cualquiera que sea el resultado, todo el mundo va a perder. Desde que las tropas rusas comenzaron el ataque, las manifestaciones de rechazo de los ciudadanos en diversos lugares del planeta, Moscú incluida, no han cesado y los Estados Unidos junto con sus aliados europeos han respondido, no con fuego sino con medidas principalmente económicas que buscan truncar las aspiraciones imperiales del petiso Vladímir.

El exagente de la KGB nació hace 69 años en el Óblast de Leningrado, la ciudad de los zares que Pedro el Grande fundó como San Petersburgo en 1703, que fue la capital del imperio ruso durante los siglos XVIII y XIX y que desde 1991 recuperó su nombre original luego de haber sido apodada Petrogrado primero y luego Leningrado. Al erigir su nueva ciudad en la bahía de Luga, el quinto monarca de los Romanov tuvo la intención de establecer un portón que comunicara a Rusia con Europa y así cumplir su doble sueño de occidentalizar el imperio y convertirlo en una potencia marítima, pues de poco le servía la salida al mar Blanco que permanece congelado dos tercios del año. El Báltico era dominado por los suecos y el mar Negro, con la apetecida Crimea, por el imperio otomano. Pedro falló en su intento por construir alianzas contra los turcos y acabó declarándole a Suecia una guerra que duró veintiún años y que la historia conoce como la Gran Guerra del Norte.

Esta pretensión imperial parece haber sobrevivido a los calendarios e inspirado (por lo menos de manera parcial) las recientes acciones del inquilino del Kremlin, que con el alevoso ataque que ordenó, alimenta su ya desbordada megalomanía. Mientras en el hemisferio sur estamos en Babia, los gobernantes de Suecia y Finlandia deben andar muy despiertos ante las amenazas del neo zar, que hace pocos días advirtió a estas dos naciones sobre las consecuencias militares que sufrirían en caso de unirse a la Otan. Si el presidente ruso tiene la misma sed expansionista de Pedro I, hasta San Petersburgo (la de la Florida) podría estar en riesgo.

Tal como sucede en la política global, pasa en los gobiernos y en las organizaciones de nuestro microcosmos: el ego obnubila, enceguece y ensordece a los dirigentes. Vemos a diario el desfile de precandidatos, semicandidatos y candidatos de todos los pelambres intentando sobresalir a como dé lugar mientras reemplazan las propuestas por insinuaciones mal confeccionadas, mentiras y agresiones. Tampoco son escasos los directivos empresariales que se rodean de áulicos, se engolosinan con su propia sabiduría y desconocen las señales del entorno pasando por alto que su misión consiste en crear valor, no en destruirlo.

Un buen líder aprecia las opiniones divergentes, crea consensos en torno a propósitos comunes; toma decisiones procurando el interés general, sabe leer las señales del entorno y atiende consejos para complementar sus opiniones, no para justificarlas. Frente a un mandamás que no demuestre estos comportamientos, conviene buscar alternativas o poner las barbas en remojo antes de que el zar de turno ordene afeitarlas o pagar un impuesto por llevarlas, como lo hizo Pedro el Grande con sus boyardos.

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